domingo, 31 de enero de 2010

Dos traducciones de un poema de C.P. Cavafis



Deseos

Como cuerpos bellos de muertos que no han envejecido
y a los que, con lágrimas, en mausoleos espléndidos encerraron
—jazmines en los pies y en la cabeza rosas—
así son los deseos que pasaron
sin tener cumplimiento, sin merecer
una noche de placer, o un alba luminosa.

Traducción hecha directamente del griego por el poeta español
Ramón Irigoyen.



Deseos

Como hermosos cuerpos que murieron jóvenes
y fueron sepultados, con lágrimas, en mausoleos suntuosos
coronados de rosas y con jazmines a sus pies—
así son los deseos no satisfechos; que nunca alcanzaron
una noche de sensual deleite, o una mañana de esplendor.

Ejemplo de una traducción indirecta (del inglés al castellano) de Juan Cueto-Roig.

sábado, 30 de enero de 2010

Armando Álvarez Bravo y su Cuaderno de campo



Por Luis de la Paz

Hay un turbador pesimismo en Cuaderno de campo (Ediciones Universal, 2009), del escritor cubano Armando Álvarez Bravo (La Habana, 1938), una de las voces poéticas más sólidas y trascendentes de las letras cubanas. El volumen, más que un libro propiamente de poesía, es un testamento literario. Dividido en tres partes: Un puñado de poemas, donde se recogen casi noventa poemas escritos entre 1996 y el 2008; Cartas para el siempre, espacio en el que se da cabida a cinco definitivas misivas, dirigidas a seres queridos (hijas y nietos), así como al posible lector y, al igual que Rilke o Sábato, a un joven poeta; y para el cierre, Autoentrevista a los 70 años, espacio propicio para dejar en claro reflexiones sobre su propia obra y la realidad que le tocó vivir.

En el desolador prefacio Álvarez Bravo dice: Cuaderno de campo tiene un diverso registro. En buena medida me atrevo a decir que este poemario –además de constituir un testimonio de mi entrada en el acabamiento– es una suerte de destilación de un discurso que por siempre ha definido mi escritura poética”. Estas impactantes palabras resultan para este lector, un manejo inexacto del cansancio y el agotamiento al que puede conducir la vida, la larga vida, pues a continuación el poeta ilumina las páginas con versos como estos: “Ínfimo, frágil, delicado,/ es la inmensidad, la belleza,/ el sueño que nos falta/ y la dicha que no llega”. Sólo un poeta total, en total dominio, es capaz de llegar a la belleza y a lo sugerente de esas palabras. El 9 de abril del 2001, hace ya casi un década, el escritor se echa a morir en este lacónico texto: “Ya es hora/ de detener el reloj./ No importa el tiempo”. En otro poema, en víspera de cumplir sus 65 años, en pleno señorío de su sensibilidad, y control absoluto de sus medios expresivos, escribió Del acabamiento: “La voz/ que/ se apaga”. Sin embargo la vida ha seguido en su fluir y el poeta ha estado ahí, presente, activo, creador.

Vale destacar que los poemas de Cuaderno de campo no visitan a la muerte, sino a la vejez, al deterioro, a la pérdida de la lucidez y la capacidad de escribir. El poeta es un hombre de fe y cree en su encuentro con la divinidad. En uno de los poemas se pregunta: “El arte de vivir/ y el arte de morir./ Finalmente,/ ¿cuál y cómo/ prevalece?”.

Armando Álvarez Bravo ha expresado en muchas ocasiones, lo hace también en este volumen, que su obra la conforma un solo poema. Los versos que habitan en su primer libro El azoro (¿qué es el azoro sino el aprendizaje y el descubrimiento), hasta el último que pueda escribir al final del tortuoso camino. Este concepto en el cual ha reincidido el poeta, engrandece su obra, pues la perfecciona, la funde en una sola idea final y vital, creando una pieza que cincela con esmerado cuidado, para no dejar fuera ideas o añadir banalidades. La obra literaria de Armando Álvarez Bravo, ha marcado un ascenso (siempre cuesta arriba y difícil) a la cúspide de la poesía, la narrativa y el ensayo, tres géneros en los que el escritor ha depositado su fe, su proyecto personal y humano.

Publicada en La Revista del Diario, suplemento cultural de Diario Las Américas, el sábado 23 de enero del 2010.


Luis de la Paz (La Habana, 1956). Salió de Cuba durante los dramáticos sucesos de la embajada del Perú y el posterior éxodo del Mariel, en 1980. Desde entonces reside en Miami. Fue miembro del consejo de editores de la revista Mariel (1983-1985) y de Nexos de difusión electrónica. Entre el 2001 y el 2008 edita El Ateje, revista de literatura cubana. Ha publicado los libros de relatos: Un verano incesante (Ediciones Universal, Miami, 1996), El otro lado (Ediciones Universal, Miami, 1999), Tiempo vencido (Editorial Silueta, Miami, 2009), y la recopilación de textos y documentos: Reinaldo Arenas, aunque anochezca (Ediciones Universal, Miami, 2001). Un cuento suyo es recogido en Cuentos desde Miami (Poliedro, Barcelona, 2004) y en Palabras por un joven suicida (Editorial Silueta, Miami, 2006). Es columnista de Diario Las Américas.

viernes, 29 de enero de 2010

Falleció el pintor Eduardo Michaelsen



Por Luis de la Paz

El miércoles 27 de enero, falleció en San Francisco, California, a los 89 años, el pintor cubano Eduardo Michaelsen. Había nacido en Santiago de Cuba en 1920. La salud del artista comenzó a deteriorarse recientemente, tras sufrir un ataque cardiaco.

Considerado todo un maestro del arte naif, Michaelsen fue autodidacta y rebelde como artista: “En un tiempo traté de estudiar en la Academia San Alejandro, pero estuve allí muy poco, pues me di cuenta que el mejor estudiante era aquel que dibujaba igual que el profesor, no el que tuviera una forma propia de decir”, le expresó a este reportero a mediados del 2001.

El pintor se estableció en La Habana en 1939 y vivió en la capital cubana hasta 1980, que salió de Cuba durante el éxodo del Mariel. Desde entonces residió en San Francisco, ciudad que dijo “amar profundamente”. A pensar de su avanzada edad, Michaelsen estuvo activo hasta el final de su vida. En el 2001 realizó una exposición personal en Los Angeles, auspiciada por el Instituto de Cultura Cubano Americana de esa ciudad. Más recientemente, en el 2007, la Galleria Farside de Miami, realizó un homenaje al pintor, quien asistió a la inauguración.

Los cuadros de Michaelsen desbordan mucho humor, erotismo, luz y vivos colores, colorido que mantuvo en todo momento. En opinión del escritor y crítico de arte Ricardo Pau Llosa: Michaelsen “deja como legado una vida dedicada al arte y a la libertad. Fue el último héroe romántico de los años dorados cubanos”.

El escritor René Cifuentes, quien estuvo en contacto telefónico desde Nueva York con el pintor “hasta hace dos días”, expresó que “la voluntad de Michaelsen era que sus cenizas fueran esparcidas en el parquecito que hay frente a su casa. Seguramente así se hará”, confluyó.

Diario Las Americas
Publicado el 28 de enero de 2010

Adiós al cazador oculto


NUEVA YORK (AP) - J.D. Salinger, el legendario escritor, héroe de los jóvenes y fugitivo de la fama cuyo libro "The Catcher in the Rye" ( El guardián entre el centeno) conmocionó e inspiró a un mundo del cual se apartó, ha muerto. Tenía 91 años.

Salinger murió de causas naturales en su hogar el miércoles, dijo su hijo en un comunicado difundido por su representante literario. Desde hacía décadas vivía aislado por propia voluntad en su casa de la localidad de Cornish, Nueva Hampshire.

"The Catcher in the Rye" (conocida también en español como El cazador oculto), con su inmortal protagonista adolescente, el rebelde y atormentado Holden Caulfield, apareció en 1951, en plena Guerra Fría, una época de conformismo y angustias. El Club del Libro del Mes, que incluyó "The Catcher" entre sus selecciones, recomendó a "cualquiera que haya criado un hijo" la novela como "una fuente de asombro y deleite _ y preocupación".

Enfurecido por todos los "falsos" que "me deprimen al punto de enloquecerme", Holden pronto se convirtió en el más famoso antihéroe de la literatura estadounidense desde Huckleberry Finn. Las ventas de la novela son asombrosas _ más de 60 millones de ejemplares alrededor del mundo _ y su impacto incalculable. Décadas después de su publicación, el libro sigue siendo una expresión que define el sueño más americano: no crecer nunca.

Salinger escribía para adultos, pero adolescentes en todo el mundo se identificaron con los temas de alienación, inocencia y fantasía de la novela, ni qué hablar de la suerte de tener la última palabra. "Catcher" presenta el mundo como una lucha muy injusta entre la bondad de la juventud y la corrupción de los mayores, un mensaje que sólo se intensificó con la inminente brecha generacional.

El culto de "Catcher" se tornó trágico en 1980 cuando el enloquecido fanático de los Beatles Mark David Chapman asesinó a John Lennon, citando la novela de Salinger como una inspiración y declarando que "este extraordinario libro posee muchas respuestas".

Para el siglo XXI, Holden parecía relativamente blando, pero el libro de Salinger siguió apareciendo en los currículos escolares y discutido en incontables sitios de internet y una página de Facebook.

Otros libros de Salinger no igualan la influencia ni las ventas de "Catcher", pero aún se leen, una y otra vez, con gran afecto e intensidad. Los críticos, al menos por un tiempo, consideraron a Salinger un consumado y atrevido cuentista, con títulos como el clásico "A Perfect Day for Bananafish" de la colección "Nine Stories". La novela "Franny and Zooey", al igual que "Catcher", es una búsqueda juvenil de redención obsesivamente articulada, que incluye una memorable discusión entre Zooey y su madre mientras el protagonista intenta leer en el baño.

"Catcher", narrada desde un hospicio psiquiátrico, comienza con Holden recordando su expulsión de una escuela en Pensilvania por reprobar cuatro clases y por su apatía en general.

Regresa a su casa en Manhattan, donde sus correrías lo llevan a todos lados, desde un hotel en Times Square hasta un carrusel bajo la lluvia con su hermana Phoebe en Central Park. Decide que quiere escapar a una cabaña en el oeste, pero desdeña preguntas sobre su futuro por hipócritas

"The Catcher in the Rye" llegó a ser una lectura tanto obligatoria como limitada, prohibida periódicamente por una junta escolar o por padres preocupados por su lenguaje franco y el irresistible rencor de Holden.

"Estoy consciente de que algunos de mis amigos estarán tristes, o conmocionados, o conmocionados y tristes, por algunos de los capítulos de 'The Catcher in the Rye'. Algunos de mis mejores amigos son niños. De hecho, todos mis mejores amigos son niños", escribió Salinger en 1955, en una breve nota para "20th Century Authors".

"Me resulta casi insoportable darme cuenta de que mi libro se mantendrá en un estante fuera de su alcance", añadió.

Salinger también escribió las novelas "Raise High the Roof Beam, Carpenters" y "Seymour _ An Introduction". Su último cuento publicado, "Hapworth 16, 1928", apareció en la revista The New Yorker en 1965. Para entonces era ampliamente considerado un niño precoz cuya actitud se tornó de tierno a insufrible. "Salinger fue la mente más grande que se haya quedado en la escuela secundaria", comentó alguna vez Norman Mailer.

En 1997, se anunció que "Hapworth" se reeditaría como libro, lo que incitó una reseña negativa del New York Times. El libro, en el típico estilo de Salinger, no se publicó. En 1999, el vecino de New Hampshire Jerry Burt dijo que el escritor le dijo años atrás que tenía por lo menos 15 libros escritos inéditos que guardaba en una caja fuerte en su casa.

"Me encanta escribir y les aseguro que escribo con regularidad", dijo Salinger en una breve entrevista con Baton Rouge (Luisiana) Advocate en 1980. "Pero escribo para mí mismo, por placer. Y quiero estar solo para hacerlo".

Jerome David Salinger nació el 1 de enero de 1919 en la ciudad de Nueva York. Su padre era un acaudalado importador de quesos y carnes y la familia vivió por años en Park Avenue.

Como Holden, Salinger era un estudiante indiferente con un historial de problemas en varias escuelas. A los 15 años fue enviado a la Academia Militar de Valley Forge, donde escribía por la noche a luz de linterna bajo las sábanas y con el tiempo consiguió su diploma. En 1940, publicó su primer relato de ficción, "The Young Folks", en la revista Story.

miércoles, 27 de enero de 2010

Martí y la mansión infinita

Por Joaquín Gálvez

La estancia de José Martí en los Estados Unidos fue decisiva para reafirmar su credo artístico-literario. Si los demás poetas modernistas se nutrieron primordialmente de la escuela francesa para ejecutar una escritura que liberara al verso de la tiranía neoclásica y el romanticismo trasnochado, Martí fue consecuente con su criterio artístico y filosófico, y, por consiguiente, se nutrió hasta donde le pareció imprescindible de Francia. Pero es en Norteamérica donde encuentra eficaz acicate para continuar una obra que demostró con creces que el contenido no está reñido con la forma.

De los trascendentalistas, especialmente de Ralph Waldo Emerson, Martí incorpora la forma breve y sentenciosa en su poesía, como lo demuestran los Versos sencillos. Si comparamos el poema de Emerson A Mountain Grave (Una montañosa tumba) y el poema XXIII de Versos sencillos, podemos corroborar dicha aseveración. En una traducción de Una montañosa tumba, leemos:

Me gustaría morir,
donde todo viento que barra mi tumba
vaya cargado de un libre perfume
impartido con la caridad de un Dios


Leamos, entonces, lo que rezan estos Versos sencillos de Martí:

Yo quiero salir del mundo
por la puerta natural:
en un carro de hojas verdes
a morir me han de llevar


Ambos poetas se valen de la expresión breve y conceptual para vaticinar sus respectivos encuentros con la muerte. En ambos predomina la búsqueda liberadora de la naturaleza. Sin embargo, en Martí esa búsqueda se entrelaza con el sacrificio patriótico, como forma enaltecedora del espíritu en aras del deber cumplido:

No me pongan en lo oscuro
a morir como un traidor:
!Yo soy bueno y como bueno
moriré de cara al sol!

Asimismo, Martí participa con el filósofo de Concord de una nueva concepción religiosa, basada en la vida misma, pues encuentra su fundamento en la naturaleza como algo sagrado, virginal y revelador, despojada ya del pecado original y del dualismo cristiano. Emerson, quien fuera un pastor unitario, rompió sus nexos con la religión oficial y con los moldes del puritanismo calvinista, en busca de una religión del propio individuo, que le devolviera su verdadera libertad; y por ello trazó en la naturaleza una nueva ruta para el hombre, donde el bien y el mal, o el pecado original, desaparecieran. Por su parte, Martí también se va divorciando paulatinamente de sus raíces católicas, para alcanzar un credo universal en el que persiste una esencia ética tradicional, pero que no responde a los dictámenes dogmáticos de la religión.

Martí, a diferencia de Emerson, puso su pensamiento al servicio de la independencia y el surgimiento de una nación. Por eso en su papel de líder independentista no obró como un político, sino más bien como un guía espiritual. En él lo literario y lo político formaban un mismo cuerpo, cuya columna vertebral era su mística, su pensamiento metafísico, razón por la que su ideario adoleciera de un programa definido sobre el futuro de Cuba. Su ética revolucionaria, que no dejaba de ser religiosa, en el sentido más puro de la palabra, y su idealismo, fueron impedimentos para que asumiera la realidad de su nación con sentido común, tal como lo hizo Sarmiento en Argentina, claro está, en diferentes circunstancias. En el código político martiano no echó raíces lo que ya en su tiempo era un método efectivo de hacer política, al mejor estilo florentino o maquiavélico: The Real Politic.

Lo planteado anteriormente es correlativo con el ensayo Whitman. Existe un contraste entre el hombre natural al que le canta Walt Whitman y el que habita en Nuestra América. Los hombres naturales de Whitman van ganándose un espacio en la joven democracia norteamericana, bajo una estructura de poder constitucional, que se iba afianzando política y económicamente. Esta sociedad, a diferencia de las latinoamericanas, era más homogénea, predominantemente anglosajona.

En el ensayo Nuestra América, Martí manifiesta su anhelo de que las repúblicas latinoamericanas se erigiesen sobre los cimientos de sus elementos naturales; pero no llega a especificar cómo deben estar estructuradas políticamente, criticando, inclusive, a aquellos gobiernos latinoamericanos que imitaban fórmulas norteamericanas y europeas. Como consecuencia de su idealismo, Martí se vio imposibilitado -o estuvo renuente- a presentar un proyecto concreto para su América; es decir, una vez más le faltó -o no apeló- al sentido común para hallarle una solución viable o pragmática a los problemas sociopolíticos de su continente.

Tanto Emerson como Martí son pensadores con una visión universal, vista a través de sus respectivos pensamientos metafísicos. Por eso fueron predicadores de una mística de contenido ecléctico, a la que le añadieron también elementos de las filosofías orientales, como el hinduismo y el budismo. Este eclecticismo puede considerarse visionario, ya que en nuestro mundo postmoderno el llamado pensamiento de “La Nueva Era” comulga con esa misma visión de la vida.

Podemos, entonces, resumir que Martí y los trascendentalistas, sin proponérselo, fueron precursores de una mística y una forma de vida alternativa ante los efectos mecanicistas de la modernidad en el hombre y su dominante vida urbana. Esa alternativa, de aparente refugio, es nuestra mansión infinita: la naturaleza, el universo.

(Texto publicado originalmente en el blog Cuba Inglesa, perteneciente al diario digital Cubaencuentro en la red, el 20 de septiembre de 2008).

martes, 26 de enero de 2010

Un cuento de Susana Della Latta

26 de enero de 2010

PARA UNA TEORÍA DEL KARAOKE

Algunos pensamientos fragmentados
atravesaron su mente como metralla:
era el preludio del placer.
Kenzaburo Oé

El señor Ishitaki regresaba a su casa todos los días a las 5:30 pm. Dejaba su automóvil en el estacionamiento del edificio, y tomaba el elevador al 5to. B. Abría la puerta con dos llaves diferentes.

Encendía la lámpara junto a la entrada, dejaba sus zapatos a un costado e iba directamente al dormitorio. Sacaba su camisa, aflojaba el cinturón y cambiaba sus pantalones. Los colocaba sobre el respaldo de un sofá. Abría la gaveta y escogía una camisa. Iba al armario, descolgaba otro pantalón. Después del cambio de ropa, caminaba a la cocina y encendía el fuego de una hornilla. En su llama quemaba la punta de un incienso. Regresaba a la sala con el palillo humeando y lo insertaba en el incienciario frente a la fotografía de Gautama Buda. Prendía el radio. FM 91.3.

A las 5:50 pm comenzó a oscurecer en la noche previa de Thanskgiving. Desde la ventana del 5to.B el señor Ishitaki contemplaba la bahía de Biscayne. Pelícanos volaban cerca de la superficie. “Aunque grullas” pensó, adoptando posición de loto.

A las 6:00 pm tomó sus llaves, volvió a ver la fotografía, el altar con el incienso, unió sus manos en un saludo y fue hacia la puerta calzándose. En el pasillo llamó al elevador. El lobby.

No se dirigió al estacionamiento en busca de su auto. Salió por la puerta del frente. En la esquina, cruzó la calle. El bar estaba en la otra acera.

6:15 pm. Se sentó en la barra. El empleado conocía su elección. Desde el fondo le llegó la voz de un karaoke, mujeres apoyadas a un micrófono. “Aunque grullas” pensó, adoptando posición de grulla, y se bebió aquel trago.


Susana Della Latta (Buenos Aires). Escritora y artista plástica. Traductora. Tiene inéditos los libros Sin alquimia (poesía, 2005-2007) y Ojo de Pez (relatos, 2007-2008). Radica en los Estados Unidos desde 1987. Da clases de español, historia del arte y pintura.

lunes, 25 de enero de 2010

Juan Cueto-Roig este jueves en Zu Galería

25 de enero de 2010
Foto de Lapitu

Zu Galeria Fine Arts tiene el honor de invitarlos a la presentación del libro

Constantino P. Cavafis
Veintiún Poemas


Traducidos del inglés por Juan Cueto-Roig

Jueves, 28 de enero a las 8pm

Zu Galeria Fine Arts
2248 SW 8th Street
Miami, Fl 33135
786-443-5872

Juan Cueto-Roig
Poeta y escritor. Entre sus obras, En la tarde, tarde (poesía); Palabras en fila, en clase y recreo (poesía); Ex-cuetos (relatos). Le siguen Hallarás lobregueses (relatos); y Verycuetos (crónicas). El año pasado presentó en la Feria del Libro los relatos cortos Veintiún cuentos concisos, en el que combina hábilmente la ironía, el humor, y una mirada incisiva en una exploración de las vicisitudes de la experiencia humana.

domingo, 24 de enero de 2010

Un poema de Joaquín Gálvez

24 de enero de 2010

Caligrama en la tumba de Apollinaire

Acaso porque para ti todo tiempo presente siempre fue mejor,
sobre tu tumba siguen germinando tulipanes de piedra.
Tus caligramas son los pasos que ya dejaron una huella
en el camino que ha de venir.
Tus caligramas ruedan hasta alcanzar el nacimiento de otro lector.

Bebes coñac en Montparnasse, junto a Picasso y Braque,
para que un día Bretón nazca con tus pies
y ese epígono le cercene un ojo al perro andaluz.
Te comes la manzana y fundas una zona,
la semilla trashumante de una eclosión.

Qué importa, Tiresias, que no te sirvan los ojos,
si eres el único vidente que, desde su tiempo, toca
la consagración letrada de unas tetas,
con las que desnudo otra noche en mi ordenador.

Haber nacido en Roma y ser ciudadano francés,
para que venga a matarte la gripe española;
¿acaso porque para ti todo tiempo presente siempre fue mejor?

Te burlaste de la muerte, Guillermo.
Alguien quiso ofrendarte un epitafio,
pero desistió ante estos tulipanes de piedra
que, sobre tu tumba, nunca han dejado de germinar.

viernes, 22 de enero de 2010

Un cuento de José Lorenzo Fuentes

22 de enero de 2010


EL VERDE SECULAR DE LOS HUMARA


Durante casi dos siglos que mediaron entre la colonización y las guerras de independencia, la familia de los Humara accedió a varias generaciones de hombres abúlicos, ignorados sin esfuerzo hasta por sus propios hijos y por los hijos de sus tataranietos y por los choznos de sus bisnietos, cuyas pisadas se extraviaron en la espesa neblina de sus rotros irreconocibles, de sus nombres irrepetibles, de las ignoradas aventuras a que fueron arrastrados a pesar de su desidia, probablemente cinco generaciones de los Humara con un promedio de ochenta y dos años de vida en épocas en que un hombre de veinticinco era un anciano perseguido por el remordimiento de no haberse muerto al sobrevenir la última epidemia de cólera que arrasó con sus demás familiares, casi un centenar de invisibles Humara que en medio de tantas calamidades vivieron ajenos a enfermedades más mortíferas que el cáncer y más antiguas que la lepra y a riesgos tan inmedibles como los de transitar –siglos más tarde- por vertederos de residuos nucleares, involuntaria hazaña lograda gracias a los temperamentos glaciales de que fueron provistos en algún milagroso y oscuro desviadero de genes y cromosomas que los volvieron invulnerables a las pasiones pueriles de desear la mujer del prójimo, de retar a duelo y de intervenir temerariamente en reyertas multitudinarias, en una simple riña con un vecino, tan indiferentes a sí mismos que lograron salir incólumes, sin pronunciar ensalmos, de múltiples desgracias de temblores de tierra, embates de ciclones y otras asechanzas no menos pérfidas de la naturaleza, y también de las asechanzas urdidas por sus contemporáneos que se tradujeron en guerras de rapiña y guerras punitivas declaradas mientras ellos se miraban el ombligo, en cruentas batallas libradas a su lado mientras ellos se preguntaban acorazados en una providencial ceguera transitoria de dónde provenía aquel ruido de mil demonios, y en indispensables armisticios durante cuyas celebraciones no aclamaron héroes ni aplaudieron entre las multitudes frenéticas que, enardecidas por el patriotismo y las libaciones, promovían degollinas mayores que las de la guerra, de modo que hubieron de pasar más de ciento cincuenta años para que al fin se volvieran a hacer visibles los rostros de otros dos Humara dominados por la pasión de la historia. Uno de ellos, Esteban de la Caridad, durante sus correrías por el continente y después de vestir en Carabobo la casaca verde y las charreteras doradas de los ejércitos de la República de la Gran Colombia, trabó amistad con Manuela Sáenz, no en la época en que más lo hubiera deseado, sino cuando aquella mujer de arrasadora belleza, ya envejecida y pobre, al trote de un burro de pelambre gris vendía ristras de ajo en las calles ociosas del remoto puerto peruano de Paita, adonde se detenían los barcos balleneros, antes de salir al Pacífico, para aprovisionarse de carne de venado, tabaco y verduras. Esteban de la Caridad la visitó también durante meses en su casita de madera, compungido, a punto de que se le saltaran las lágrimas al verla hundida en su hamaca con una cadera rota a causa de un traspiés en la escalera, de un peldaño roído por el comején que se desmoronó bajo su peso. Llegaba a su lado con una mezcla de compasión y de deseos de no verla más en ese estado, pero seguro de que iba a repetir sus visitas todos los días, todas las veces que fuera necesario, mientras pensaba en las veleidades de la fortuna y calculaba el obvio final reservado a aquella anciana desvaída que, apenas volvía el rostro hacia el cohibido visitante, entraba en el delirio de los recuerdos de sus amores volcánicos con Simón Bolívar –“porque en su tiempo no hubo hombre tan rijoso y tan solicitado de mujeres como él”, decía- y en la lucidez sobrecogedora del increíble relato de los enmascarados que asesinaron por la espalda al circunspecto y paciente James Thorne, el marido –lo decía con tristeza- que mientras ella cabalgaba los Andes se consolaba recibiendo los favores de la viuda del general Orué. Y sin renunciar a la conmiseración, Esteban de la Caridad siguió visitándola hasta el mismo día en que Manuela murió fulminada por la difteria, víctima de una epidemia que, para evitar males mayores, obligaba a estibar los cadáveres en un carro de dos ruedas y sepultarlos en la fosa común con la mayor prontitud. Justo en el momento en que se disponía a visitarla por última vez, observó con estupor a dos hombres también enmascarados del cuerpo de sanidad que llevaban el cadáver de Manuela envuelto en la hamaca escaleras abajo, mientras frente a la casa se improvisaba una pira y eran lanzadas a las llamas sus pertenencias, entre ellas el cofre revestido de cuero que contenía las cartas de amor que le escribió Simón. Aterrorizado por el espectáculo, huyéndole al fantasma de la muerte que lo perseguía con el olor de los miasmas de sus propias ropas de seguro contaminadas, logró introducirse de polizón en un barco ballenero de los que no aceptaban pasajero alguno por temor al contagio, permaneció días y noches en su encierro, con las piernas entumecidas y las manos yertas, sin moverse, sin quejarse, oyendo, en cubierta, el cuchicheo de los marineros, las órdenes del capitán y un indescifrable ruido de hierros arrastrados, escondido entre lonas embreadas y extraños objetos que en la penumbra tenían el aspecto de básculas, de catalejos marinos, de relojes de sol, una semana o dos sin probar bocado, tan atormentado por el hambre que, de haberlos atrapado, hubiera disfrutado de un glorioso festín de ratones y cucarachas, y tan necesitado de tomar un poco de agua que a menudo pensaba en la difteria al sentir sus labios resecos y aquel intolerable dolor de garganta, hasta que se sintió desfallecer y regresó a la vida en un amanecer de aire diáfano y gaviotas sonámbulas, en una playa irreconocible, bajo un cobertizo colgado de enredaderas hojosas con flores azules, atendido solícitamente por una india garrida de largas trenzas, en un paraíso del trópico donde aprendió a paladear el cochayuyo y el piure, y de donde escapó tan pronto recuperó sus fuerzas y encontró la ocasión, a pie por regiones sembradas de estremecimientos telúricos, dejando atrás villorrios de pescadores, páramos barridos por los vientos australes, maulerías donde enlazados por una soga pendían de las vigas del techo como ahorcados los ponchos multicolores, conventos de monjas afelpadas que a esa hora se apiñarían en el locutorio, tambos con sus lámparas de aceite encendidas apenas se ocultaba el sol, procesiones de penitentes, casas donde bailaban alborotosos lugareños y se escuchaba el bordoneo de una vihuela, siempre escapando de nada bajo el impulso sin tregua de un delirio de persecución que no lo abandonó siquiera cuando ya estaba de regreso en Cuba.


Calculando, con el ejemplo de Manuela Sáenz a la vista, el trágico final que acompaña a ciertas celebridades –y él, sin modestia, lo era por el simple hecho de su participación junto a Simón Bolívar en la batalla de Carabobo-, su primera idea para burlar el destino fue la de cambiar sus señas de identidad, adoptando el nombre de Inocencio Montejo, pero como desconocía la suerte corrida por su hermano Hildebrando y como barruntaba con buena lógica que a esa hora estaría muerto y sepultado en un desfiladero estriado por pezuñas de chivo, tal como lo había soñado durante tres noches seguidas antes de tener la confirmación por boca de una pitonisa en Paramaribo, decidió reservarse su nombre y apellido verdaderos para garantizar al menos, con un hijo, la continuidad de su estirpe. Pensaba que sin renunciar a llamarse Esteban de la Caridad Humara, para alcanzar una vejez venturosa y el final feliz que de otro modo le serían negados, bastaba con ocultar los episodios de su existencia más comprometidos con la historia, viviendo a partir de ese momento al margen de toda desgracia en el limbo de flores de trapo y estrellas de hojalata de los abúlicos Humara. Dijo que era el hijo de un relojero suizo y de una devota dama que en la misma iglesia donde se hincaba frente al altar engañó a su marido con el sacristán. Dijo que su inclinación de niño por los sextantes y los círculos de reflexión lo llevó a recorrer todos los mares del mundo a bordo de bergantines, urcas, carabelas y fragatas. Sin vanidad y sólo para darle mayor verosimilitud a su relato, dijo que había tenido tormentosas aventuras de faldas con las más espléndidas bellezas egipcias, turcas y senegalesas, con la bisnieta de un príncipe dinamarqués en su almenado castillo de Elsinor, con la hija de un próspero comerciante noruego, con una gitana que conoció en una aldea cercana al Danubio y con una brasileña que en las islas de Cabo Verde lo obligó, en noche de luna llena, a cavar un profundo hoyo al pie de un cocotero donde ella aseguraba que estaban enterrados los tesoros del pirata Nao el Olonés. Dijo que a los treinta años lo atrapó la urgencia de sentir la tierra firme debajo de sus pies y terminó casándose, durante su segundo viaje a Cuba, con una habanera, viuda y madre de tres hijos, a la que sólo puso como condición que no asistiera a misa ni siquiera un Domingo de Ramos. Lo único cierto de toda la narración era su matrimonio con la viuda Orquídea Vidal, una mujer todavía joven y de buen ver, que lo atrajo de inmediato con sus caderas paridoras y su vientre liso a pesar de sus sucesivos embarazos y sus senos que desafiaban la gravedad, y con su promesa de proporcionarle un hijo.


Aunque empezó a amarla sin consultar el corazón, a los seis meses ya estaba imaginándola cada vez más bella en la penumbra del mosquitero y viéndola a la luz del día mucho más bella de lo que imaginaba. Para tirar de la vida, se hizo de una yunta de bueyes con la que aró pacientemente una parcela tomada en arriendo, y después de largas jornadas de trabajo al sol, en los atarderes gualdas regresaba a la casa, donde los hijos de Orquídea estaban esperándolo para que les contara las fabulosas historias de las andanzas por el mundo que se había inventado para burlar el destino. Con el propósio de agradar a Orquídea y también porque ya les había cobrado cariño, Esteban de la Caridad se los sentaba por turno en las piernas y les calentaba la imaginación con múltiples extravagancias geográficas en las que el Himalaya era el sombrero de Michoacán, y el Cuchivero –con sus aguas donde flotaban los caimanes como troncos a la deriva-, ubicado sorpresivamente en la Polinesia, ya nunca más sería un afluente del Orinoco. Y tras los relatos de hombres envueltos en sarapes, vestidos con túnicas beduinas o tocados con una boina en una llanura manchega donde se dejaba desgreñar por el viento una insólita palmera, Esteban de la Caridad volvía a hacerlos felices con la enumeración de los animales que conocía: la jicotea, el sijú, el gavilán, el caballito del diablo –helicóptero de zoológicos presagios que cuando nos acerca el vértigo de sus alas obliga a poner los dedos en cruz-, la tojosa, el tomeguín y la jutía carabalí, para concluir enumerando los animales de enciclopedia que nunca vio: el canguro, el oso hormiguero, el hipopótamo, el orangután, el dromedario y el caribú, uno solo de cuyos dientes -decía con un guiño malicioso- servía a los esquimales de amuleto para alejar el hambre. Se sintió tan feliz con sus cuentos y con el amor de Orquídea que una tarde aspiró de repente una fragancia de majaguas y pinos recién talados y en lugar de seguir el rastro del olor de las resinas que lo conducirían al monte, pensó que las puertas y ventanas de su casa estaban vivas, y esperó sin asombro un estallido de retoños vernales en la madera. Aunque el tiempo pasaba sin que se hicieran presentes las señales de la aparición del hijo esperado, visto mil veces en sus sueños más plácidos, ya individualizado en el verde secular de los ojos de los Humara, seguía pensando que, gracias a Orquídea, era fácil lograrlo con sólo frotar la lámpara de Aladino de su vientre, con sólo respirar junto al pubis el perfume de su fecundidad, y persiguió el milagro cotidiano de los frecuentes embarazos de pobres a lo largo de la historia, sin hacer concesiones a una realidad menos generosa, sin darle pábulo a los comentarios rodados últimamente por la plebe hasta su oído, sin poder creer en las pesadillas recurrentes donde Orquídea lo estaba engañando. “Siempre el último en enterarse es el cornudo”, oyó decir muchas veces a sus espaldas. “A menudo las lenguas malintencionadas,por degracia, son portadoras de la verdad”,le dijo el cura del pueblo. Y al ver que Esteban de la Caridad hacía un gesto de ira: “Aunque todos no podemos, como Jesús nuestro Señor, poner la otra mejilla, te aconsejo prudencia, hijo mío”. Un amigo, para magro consuelo, le dijo: “Tu mujer te está angañando, Esteban de la Caridad. Es cierto, pero arregla esa cara. No hay mal que por bien no venga”.


Hasta entonces había vivido tan arrobado en la contemplación de la belleza de su mujer que nunca se preguntó si el amor era en efecto un sentimiento recíproco como le habían advertido, ni tuvo la menor duda de que en su casa ese sentimiento estuviera dividido en mitades desiguales, ni reparó siquiera en las primeras señales de catástrofe que le entregaban los bostezos de Orquídea cuando él la acariciaba, cuando sus manos de altos hornos candentes bajaban del pecho al vientre –del pezón de cerámica al ombligo- para llegar decepcionadas al regazo de nieves perpetuas que lo esperaban sin esperarlo bajo el mosquitero de las largas noches insomnes subrayadas por ásperos perros que rascaban sus sarnas en los testeros y por grillos acróbatas que frotaban sus alas bajo la luna, hasta el prodigioso instante en que la vio suspirando en la ventana al caer la tarde y tan absorta en sus íntimas congojas que cuando la leche hervía se le derramaba delante de los ojos, otras señales inequívocas de que al fin se estaba enamorando, y todavía pensó que él podía ser el objeto de tantas miradas lánguidas y tanta necesidad de emperifollamiento y tantas flores rosadas en la cabeza y tanta mano en el pelo y tanto sueño despierta.


Sostenido por esa audaz solución ilusoria, despreñado de angustias recientes, pese a que los comentarios volvieron a rodar hasta su oído, también para darle oportunidad al tiempo decía que confiaba ciegamente en ella. Sin embargo, como no podía ocultar los síntomas evidentes de la decepción, ese año aró la tierra pero no la sembró. Y cuando en el otoño se desprendieron las primeras hojas maduras de los árboles, Orquídea lo abandonó para siempre, dejándole una esquela donde le rogaba, sin mayores explicaciones, que cuidara de sus tres hijos.


Se sintió tan solo entre los muchachos que ya no lo alegraban, y tan envejecido cuando veía aquellos pelos blancos en la navaja de afeitar, que no se animó a buscar otra mujer. Gradualmente renunció a la obsesión de defender la continuidad de su estirpe, pensando que la mejor disciplina que podía imponerse era aceptar la realidad. En un crepúsculo de vacas pastando, para consolarse, se entregó al recuerdo de su hermano Hildebrando, que quizá no había muerto más que en los pronósticos de la pitonisa de Paramaribo, y a partir de entonces persistió cuantas veces pudo en el éxtasis irremediable de imaginar que en un vástago de su hermano pudiera repetirse la estampa monumental del primero de los Humara. Alucinado, volvió a acogerse a esa posibilidad por décima vez en el mismo día mirando a los hijos de Orquídea en un solar yermo, en el momento de empinar un papalote que apenas subía se llenaba de fláccidos giros y regresaba a tierra, incapaz de sostenerse en el aire inválido de las seis de la tarde. De vuelta a la casa, Esteban de la Caridad descubrió en la puerta, después de casi haberlo olvidado, envuelto en una aura amarilla de imágenes de santos, al hijo irreal que no le proporcionó Orquídea pero al que podía distinguir fácilmente de los demás hijos procreados en los sueños sucesivos de los otros hombres, el hijo ausente durante los últimos días turbios de su desilusión que regresaba ahora para apuntar con un dedo hacia el armario de cedro en una de cuyas gavetas había guardado años atrás la casaca verde con charreteras doradas que en su despavorida fuga por todos los equinoccios del delirio de persecución llevó siempre al hombro dentro de un morral, y que él se aseguró de no perder mientras corría confundiendo los martes con los domingos y el alba con el ocaso y la necesidad de regreso a la patria con un momentáneo temor al contagio, temor olvidado muy pronto –lo recordaba ahora con creciente nostalgia- en el paraíso de cochayuyo y piure. De pronto se sintió distinto, invadido por una intolerable felicidad, como si pudiera mirarse por dentro y descubrir sus riñones pintados de azul. Sin transición cayó en la cuenta de que si había huido no para escapar a las asechanzas de una epidemia de difteria, sino de las zancadillas de un destino histórico, de una envidiable celebridad de mal agüero como la de Manuela Sáenz, de la gloria alcanzada bajo los pendones rojos del ejército de Bolívar, a marcha forzada entre los vientos helados de la puna, cubriéndose el rostro con la mochila para evitar los granizos que pegaban en las mejillas, hiriéndolas, como voladoras balas perdidas, ahora, ya atrapado por el destino adverso, resultaba innecesario ocultar la verdad, encubrir con historietas de aventuras de faldas su verdadera historia de hombre, en la misma forma que al principio de su regreso a Cuba se percató de que resultaba innecesario cambiar sus señas de identidad y llamarse Inocencio Montejo. Abrió el armario y extrajo el morral. Sacó del morral, lamentándose de no haberlo hecho antes, la casaca verde, olorosa a pasado y olvido y fervores que se renovaban, con el tufo de las cosas largamente arrumbadas, la libró con la mano de arrugas frenéticas, la oreó en las mañanas recién estrenadas a la sombra de un limonero del patio, y se dejó ver con ella puesta un viernes a las tres de la tarde, en la puerta de su casa, con las gloriosas charreteras al sol, y se mostró con ella durante un rato en el portal, caminando de un lado al otro, mientras refería por primera vez que había peleado junto a Simón Bolívar en Carabobo, mientras lo decía con la voz firme con que se pronuncian las verdades elementales, mientras hablaba de una Manuela Sáenz ignorada por quienes comenzaban a mirarlo con curiosidad y luego con estupor y más tarde con lástima, y que al cabo escucharon el relato mirándose de reojo, hasta acceder a los guiños maliciosos y a los cómplices golpes de codo del vecindario que no podía renunciar a la única y verdadera historia de su vida que ya habían aceptado. Y porque deseó que la noticia no se quedara en el círculo de asombro de sus vecinos más próximos, Esteban de la Caridad salió a la calle con su casaca verde y su nueva historia, y regresó dos horas después perseguido por primera vez por los muchachos que le lanzaban naranjas podridas y semillas de marañón al soldadito de plomo que se disfrazaba con aquella casaca color de cotorra, y que siguieron lanzándole desperdicios y otras ofensas cada vez que lo vieron en cualquier esquina del pueblo, mientras los viejos sentados en los portales decían que, por favor, dejaran tranquilo al pobre loco, y las beatas se persignaban y los rostros unánimes lo buscaban con renovado asombro para verle la casaca verde y las charreteras doradas y el paso marcial de su demencia del mal de amores de Orquídea Vidal.


José Lorenzo Fuentes (Santa Clara, Cuba, 1928). Narrador y periodista. Autor de Después de la gaviota, libro de cuentos considerado un clásico de la narrativa cubana, José Lorenzo Fuentes ha obtenido diversos galardones literarios. En Cuba, El premio Internacional de Cuentos “Hernández Cata”, y el Premio Nacional de Novela "Cirilo Villaverde". En México, el Premio Literario "Plural", en el género cuento. Su Libro Meditación, que dio a la estampa inicialmente en español y inglés la editorial Llewellyn, en Estados Unidos, ha sido editado recientemente en Rusia, República Checa, Portugal, Grecia y la India. Ha publicado, además, el libro de cuentos Hierba Nocturna (Ediciones Iduna, 2007), al que pertenece el cuento publicado, y Entrevistas a cinco grandes (Ediciones Iduna, 2008).

jueves, 21 de enero de 2010

Heriberto Mora: Puente hacia la claridad

Desde la semilla

La Reina del hilo

Atelier

De la profunda sencillez del amor

Dentro de los pintores de su generación —la llamada generación del noventa—, la obra del pintor cubano Heriberto Mora constituye el mejor ejemplo de búsqueda metafísica, en la que la mirada del espectador tiene que trascender lo meramente físico para indagar en las interioridades de lo humano. Para ello, Mora se ha valido de una serie de influencias que han marcado su formación artística y humana. Y dentro de esas influencias destacan las fuentes gnoseológicas de las grandes religiones, sobre todo la cristiana y las del oriente, ya sea el hinduismo o el budismo.

El viaje metafísico de Mora —ese camino por el que nos conduce su mano de pintor— ha mostrado también las estaciones del viaje, que no son más que sus propias mutaciones ontológicas, esa metamorfosis espiritual e intelectual de la que nos dan testimonio sus telas y óleos. De este modo, Mora nos invita a entrar en otra estación de su labor creativa, es decir, nos obsequia en esta ocasión un puente hacia la claridad para cruzar los abismos del viaje, para llegar a la otra orilla, donde nos aguarda ese invisible esplendor que habita en todo espíritu humano.

El pintor, amante de esos colores que bucean en los recovecos del espíritu, como ocre, tierra, gris, etcétera, apela ahora a tonalidades más intensas: rojo, verde, azul. Pero este nuevo empleo de los colores tiene, sin lugar a dudas, el propósito de reafirmar su mensaje temático: los colores como instrumentos simbólicos para trasmitir esperanza, inocencia, alegría, amor, paz, unidad humana.

Mora se siente ciudadano de esa aldea global de la que habla Marshall McLuhan, y esa aldea postmoderna lleva el peso de su mirada artística a través de los medios masivos de comunicación, ya sea la televisión o internet. La globalización de Mora es también espiritual, como fue la de Jesucristo, inspirador de una religión global. Por eso, el pintor cubano, en su peregrinaje, no puede limitarse a loar lo silenciosamente feliz de una región, como lo hizo Chagall con su aldea rusa, aunque a ambos los une el mismo anhelo.

El compromiso humano del pintor con su aldea, que es el mundo, lo lleva a desparramar semillas en busca del fruto de la inocencia y la esperanza, donde los colores son multitudes que sostienen un caballete —acaso el mundo, la creación—, mientras dos niños lo hacen con una flor, esa esperanza que le sirve de alimento. De nuevo, como una reafirmación de su estilo, hace su aparición el elemento rústico, en este caso con los carreteles de hilo y el hilar, como principio de la creación. Cada hilo simboliza la diversidad humana por medio de un color.

Lo humanamente dual, ese contrapunto al que tiene acostumbrado el pintor, resalta en uno de sus lienzos, en el que un proyector lanza una luz en la que aparece el icono de La virgen y el niño, de Vladimir, como representación de la dualidad humana. Aquí el color rojo se convierte en símbolo del vacío espiritual, representado por la multitud, o sea, la masificación. Por su parte, la luz que disemina el proyector deviene en epifanía que transforma dicha multitud.

Heriberto Mora continúa susurrando luz con sus pinceles, precisamente en tiempos de amenazas terroristas, incomunicación humana y crisis espiritual. Bienaventurados sean los que tienen oídos y pueden escuchar; aquellos que no le responden con sordera al llamado de su voz interior. Estos elegidos encontrarán en sus piezas un puente hacia la claridad.

(Extracto de un artículo de Joaquín Gálvez, publicado en el diario digital Cubaencuentro en la red, el 12 de septiembre de 2008, a raíz de una exposición de Heriberto Mora).


Heriberto Mora nacido en 1965 en Vereda Nueva, en La Habana, se graduó en la Academia de Bellas Artes de San Alejandro en 1987. Salió de Cuba en 1992 rumbo a España y desde 1993 reside en Miami. Su obra ha sido expuesta en galerías de Estados Unidos, Europa y América Latina.