¡Ni te pienses que te voy a hacer tostones!
Era uno de esos días en que el invierno le hace un fugaz guiño a Miami: hacía frío. Acababa de salir de la Universidad Internacional de la Florida, luego de varias horas de espera, mientras trataba de conseguir un préstamo estudiantil. Mi estómago era un abismo no apto para maratonistas que aspiran llegar a la meta.
¡Qué hambre...! Tengo que encontrar un cuerpo de guardia urgentemente; no aguanto más esta hambruna de ciudadano del primer mundo. Sépase que cuando digo cuerpo de guardia, me refiero a esos restaurantes de comida rápida que nos rescatan gracias a su expedito servicio, incluyendo el del
Drive in, pero que, paradójicamente, nos acercan un pie a la tumba al aumentarnos el colesterol. Una vez que mi carro logró vencer los escollos del tránsito en la salida de la universidad, aceleré como una nave espacial que anhela ponerse en órbita. Tuve la suerte de que no había, a esa hora del mediodía, un policía escondido detrás del único árbol plantado en la avenida 107. Mientras manejaba, miraba para ambos lados de la vía buscando un McDonald, un Burger King, un Wendy’s, o un Kentucky Fried Chicken... Mi estómago era semejante al tanque de gasolina de un automóvil cuando la aguja del contador indica que ya está a punto de acabarse el combustible. Por fin encontré un
Pollo Tropical. Mucho mejor. Nada más apropiado para librarme de este ataque de hambre que un plato afín a mis raíces culinarias, a pesar de que viví en un país donde el pollo era un manjar atípico, que brillaba por su ausencia en la mesa de sus ciudadanos. Un restaurante de este tipo en Cuba se podría llamar
Pollo Glaciar, pues la esporádica presencia del pollo denotaba una procedencia foránea. Estacioné mi carro. Me dirigí con pasos agigantados hacia el restaurante. No quise hacer la cola del
Drive in, pues mi inquieto estómago me gritaba: «Necesito que te ocupes de mí ahora mismo». Desfallecido, abrí con marcada torpeza la puerta del restaurante. La cola era más larga que la del Drive-in. En realidad, no era una cola tan larga, pues delante de mí había unas diez personas a lo sumo. Sucede que yo, como tantos cubanos, padezco de
colagitis (fobia a las colas), sobre todo en restaurantes y mercados. Recuerdo que una de mis experiencias más traumáticas ocurrió en la heladería Coppelia del Vedado, en la que después de hacer una cola de tres horas, y cuando ya me tocaba el turno, el guardia de seguridad anunció tajante: “Se acabó el helado”. Pero tenía que superar esas brumas del pasado; en la Yuma, por suerte, eso no pasaba. Llegó el momento cumbre; ese momento que se transforma en el más importante de nuestra vida, por la ineludible necesidad de saciar un deseo, aunque sea tan elemental como el hambre. De pronto, un milagro en Miami: ¡Tostones en el menú del
Pollo Tropical! Mis amados tostones, es decir, como le llamamos en Cuba, plátanos a puñetazos. Era la primera vez que los veía en el menú del
Pollo Tropical. Entonces, toda mi hambre, toda mi ansiedad quedó reducida a probar esos crujientes y deliciosos tostones que, en otros tiempos, mi abuela me hacía, gracias a unas matas de plátano que tenía sembradas en el patio, cuyas hojas, en varias ocasiones, sustituían al papel sanitario por excelencia del país: el periódico Granma.
— ¿Qué quieres ordenar? —inquirió la cajera
—Póngame un cuarto de pollo con arroz blanco y frijoles negros, y tostones. Por cierto, los felicito por tenerlos en el menú.
—Ah sí, hace poco que los incluimos.
Ya había pagado por mi orden y estaba presto a recibir mis tostones, cuando la voz de una de las cocineras se desbocó súbitamente como si hubiera sido poseída por el demonio:
— ¿Quién es el que quiere tostones?
—El muchacho, —le respondió la cajera
La cocinera me miró con rostro hosco y una mirada de acero fundido
—Mira, ¡ni te pienses que te voy a hacer tostones!
Me quedé estupefacto. Nunca antes me había pasado algo parecido desde que llegué a los Estados Unidos, donde el servicio al cliente es clave para el éxito de toda empresa, además de ser una ética profesional. Respiré profundo para recuperarme del susto.
—Señora, yo a usted no le he exigido que me haga tostones; yo los vi en el menú y los ordené, al igual que el pollo y los frijoles.
—Sí, pero yo no tengo tiempo en este momento para hacerte tostones; tú no ves la cola que hay aquí y en el
Drive in respondió con acentuado enojo
—Señora, usted me habla como si yo fuera su esposo, o su hijo, que le reclama que le cocine; por favor, tráteme con más respeto que yo soy sólo un cliente de este restaurante y no un familiar suyo; ni siquiera soy un intruso en el comedor de su casa.
Más enojada aún, la cocinera prosiguió.
—Mira, niño, yo sí sé tratar al cliente, porque trabajé durante más de diez años en la cafetería de Prado y Neptuno en La Habana, así que no me vengas con ese discursito...
Sentí como si un fantasma trepara en mi memoria: era la misma mujer que una tarde de 1988, al salir hambriento del cine Payret, donde fui a ver el filme
La mosca, me causó uno de los desengaños más grandes de mi vida. Esa tarde caminé desesperado hacia una cafetería cercana. Cuando entré, me sorprendí al ver que el menú anunciara la venta de malta. Pero aún más sorprendente era el hecho de que no hubiera cola. Señora, le dije con esa inocencia del que todavía cree en milagros, me puede poner un vaso de malta. La camarera me miró exhalando una sonrisa burlona: Mi niño, no te puedo servir malta porque no tenemos vasos. Cómo, no puede ser. Pues así es: tú no ves que no hay cola. Tan pronto lleguen los vasos esto se va a convertir en un panal de abejas, añadió. Señora, pero no me lo puede servir en cualquier recipiente, no importa que sea de papel, le supliqué. No lo tenemos, y si lo tuviéramos hay órdenes estrictas de servir la malta solamente en vasos.
Otra vez regresa el pasado, como una condena cíclica, borgiana y kafkiana a la vez. Una historia de dos ciudades, cuyos protagonistas eran esa mujer y yo, o más bien el hambre. Comprendí que los dos estábamos atados por un cordón umbilical: el hambre. Yo, su cliente en dos ocasiones y en ambas, el manjar apetecido me fue negado. En aquella cafetería habanera, ella lidiaba más con las moscas y las guasasas, que con los clientes. Por eso, esas escaramuzas de clientes hambrientos en la cafetería, ante la insólita presencia del producto alimenticio, le parecía una invasión de marcianos. Su memoria laboral quedó marcada para siempre por aquel lastre.
Decidí no darle la queja al administrador, algo que haría un cliente normal y corriente. Y es que ella tampoco era una cocinera típica, sino un extraño ser con el que me había encontrado dos veces en mi vida y que con pertinaz insistencia se ensañaba en condenarme al ayuno.
Pensé pedir que me devolvieran el importe de los tostones, pero tomé una decisión más drástica.
—Señora, yo ya no deseo comer; por favor, devuélveme todo el dinero.
Salí con mi hambre a cuesta. Llegué a mi casa, de la misma forma que veinte años atrás en La Habana cuando no conseguí el vaso de malta. Fui directamente a la cocina, abrí el refrigerador; como de costumbre, estaba repleto de comida, incluyendo unas botellas de malta y unos plátanos verdes, buenos para freír y hacer tostones. No probé un bocado. Como hace veinte años, me tomé un vaso de agua con azúcar y me tiré en la cama a dormir, esta vez con la esperanza de que fuera despertado por la cocinera, no con el beso con que el príncipe despertó a la bella durmiente, sino con la noticia de que al fin me servía la malta y los tostones que tan cruelmente me había negado.