No bien el ruido del
teléfono me despertó, lo primero que me vino a la mente fue una soga capaz de
soportar todo el peso de mi cuerpo. Vi la hora, serían pasadas las cinco, pero
no entendí, así de pronto, el tiempo.
Esperé con el auricular
pegado a la oreja, escuchando un vacío. Ya iba a cortar la comunicación, cuando
sentí la voz de mi madre distorsionada por el llanto.
Aquellas lágrimas eran un
buen síntoma. Todas sus llamadas se resumían en un reclamo por mi condición de
mal hijo. Entonces deseché la idea de una recaída, y me decidí a hablarle.
Empecé como siempre, con
alguna disculpa, pues en nuestra relación cada cual aceptaba su papel sin
reproches. Sin embargo, no fue igual que otras veces, porque al instante me
interrumpió, más calmada, para decirme que la Abuela le había aclarado la
sospecha de que ella no era la persona que siempre creyó ser.
Según lo poco que oí
habíamos recobrado, en el lecho de la moribunda Abuela, nuestra genealogía. No
sé qué motivos tendría mi madre para sentirse mal ante la posibilidad de verse
despojada de los felices recuerdos de una ascendencia llena de primos y tíos.
Una familia de la que sólo habíamos recibido sobras.
Sus palabras me sacaron la
rabia acumulada desde mi niñez por el agradecimiento que mi madre le guardaba a
ellos (tan diferentes a nosotros) por habernos permitido servirles, siempre y
cuando nos limpiáramos bien los pies antes de entrar, por la puerta de atrás, a
sus pulcras vidas, y disimuláramos la náusea provocada por las sobras que nos
ofrecían con exagerada bondad.
El teléfono rodó por el
piso del cuarto, algunos pedazos aún quedaron prendidos del cable,
resistiéndose a callar los juicios de mi madre en relación a unos sucesos
ocurridos a cientos de millas de aquí, y a más de medio siglo de silencio de la
Abuela, que nos inventó una confesión destinada a preservar el pasado de todos
sus descendientes, confiada en que la angustia de su existencia la exoneraba de
aquella mentira.
Regresé a la cama y volví a
pensar en la soga, en mi posible error de cálculo para soportar el peso de mi
cuerpo. Afuera, los autos emitían un murmullo semejante a los rumores del
viento, y la presumible nieve lo cubriría todo.
Permanecí acostado,
contemplando el gris, sintiendo el frío que suponía la abundancia de ese tono.
Recordé que alguien me
había escrito para decirme que ya tenía mi propio Londres. Mi presunto amigo no
aceptaba que hubiera venido huyendo de la luz, que hubiera optado por las
sombras y me limitara a interiores, a una penumbra que aquí, en el norte, había
encontrado tan agradable, como para no moverme nunca más de este sitio.
Debió haber transcurrido
bastante tiempo desde que interrumpí los lamentos de mi madre, porque de nuevo
miré el reloj y esta vez pude reconocer la claridad que se filtraba a través de
la ventana.
Habría dormido cerca de
doce horas.
Al levantarme, una
sensación de debilidad me hizo caer otra vez sobre la cama. Me paré despacio, y
esperé hasta recobrar la costumbre de la verticalidad.
Me acerqué a la ventana del
cuarto y descorrí las cortinas para que el conocido paisaje de afuera —un
edificio de ladrillos desnudos con las ventanas cubiertas con hojas de
periódicos, la cerca de tablas rotas y la peste de la basura proveniente de los
depósitos desbordados de inmundicias— me trajera de vuelta.
Pero al enfrentarme al
paisaje vi que el edificio del fondo tenía las paredes pintadas de un verde
nítido, y cristales oscuros en las ventanas. En el patio no había cerca, y la
frondosidad de un roble se desplegaba en todas sus ramas y hojas de colores
amarillo, rojo, sepia. Abrí la ventana y el aroma del árbol entró en al cuarto.
Sin frío ni nieve. Sin gris.
Cerré la ventana, corrí las
cortinas y me encaminé hacia el baño confiado en que el impacto del agua en mi
piel me haría recobrar la impresión invernal del tiempo. Dejé brotar el agua
caliente hasta que el humo subió; regulé la temperatura. Hundí mis manos en el
líquido, mojé mi rostro, levanté los ojos, miré el reflejo de mi cara en el
espejo envuelta en el vapor y abrí la boca: la debilidad volvió a llenarme.
Terminé de lavarme, y me fui evitando el reflejo de mi rostro en el espejo.
Me serví el café y lo bebí
despacio, mientras elegía la ropa para salir. Me puse el abrigo y el sudor
empezó a correr por debajo de mis brazos. Un vaho caliente me golpeó junto a la
puerta del cuarto. Aun así yo no aceptaba el cambio, insistía en el gris a
pesar del calor y la imagen vista desde la ventana.
Llegué a la calle
asfixiado. El sol me lanzó hacia el interior del edificio. Subí. Me quité el
abrigo y lo tiré dentro del cuarto.
En la calle estaban todos
los colores menos el gris. La luz hacía relucir todas las cosas. No había
nadie. La quietud y el silencio se habían generalizado.
Aunque no era la primera
vez que olvidaba dónde había parqueado mi auto, creí que se lo habrían robado
porque no hallé la referencia del lugar que suponía: frente a la farmacia, por
ejemplo; ni tampoco vi ningún otro vehículo mientras buscaba.
Los sucesos se fragmentaban
en mi memoria. Aquel sol pertenecía a una latitud que yo había superado desde
hacía mucho tiempo. Me resultaba difícil entender el cambio del gris por
aquella claridad, la ausencia de los trenes y sus ruidos.
Pensé que quizás la imagen
de la ciudad, en la otra orilla, aún permanecía entristecida por las brumas que
ocultaban los edificios y las cúpulas de las catedrales; y me fui hacia el
bulevar junto al río, extrañando en los cruces de las esquinas la irrupción de
los transeúntes.
Pero al terminar la cuesta,
emprendí el descenso con un impulso violento. Corrí, tropezando y cayendo,
mientras resbalaba hacia una oscuridad súbita, hasta el fondo de un lecho de
piedras húmedas.
A
pesar de haber recibido muchos golpes, logré ponerme de pie. Miré hacia arriba.
La calle ascendía en una pendiente imposible de remontar. Vi los pulidos
adoquines empinados hacia la luz y palpé las paredes del hueco tratando de
hallar una grieta, alguna piedra donde apoyarme, o tal vez una soga capaz de
soportar todo el peso de mi cuerpo, para subir a desconectar el teléfono antes
de que volviera a escuchar, en el contestador, la voz de mi madre distorsionada
por el llanto.
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Fragmento inicial de la novela La Casa del Sol Naciente, de Daniel
Morales. El libro se presenta el próximo viernes 8 de febrero, a las siete de
la noche, en La Otra Esquina
de las Palabras, en Café Demetrio (300 Alhambra Circle, Coral
Gables).
Publicado originalmente en Neo Club Press