La carta
extraviada
Ataja los sombreros para no extraviar esa bandera,
que no se diga pájaro, arcabuz, almendra sin el temblor
de voz
sin la parodia del guerrero que se cree Luz, Canción.
Que no revivan las cenizas por mandato
por capricho por hundir la sed tras la miseria.
Que los hijos no salpiquen la memoria oculta,
que no llamen a deshoras para animar la rueca,
para doblegar el hilo, la brújula de todos,
que no busquen un barco de papel, un país de cal.
De sal.
Morir así
Ya no pienso en la inmersión en la Gaveta sin mi nombre.
Tocan a desplome en la avenida y no me llaman
adentro –donde zurcen mi agonía- no me llaman
no dicen ¡trash! para que escuche y me revuelva
en mis propias heces clavo señuelo y ando, clamo
pero echo diente y me sumo a la campaña
desde la gaveta apócrifa, sin nombre sin cubierta
extiendo identidades guardadas para otros
se llevaron el mechón de flores, el clavo, la Gaveta
soy el perdedor que nada siente ni padece en sí
no se dice muerte, parásito y anchor de rabia
y escarmiento. Clamas por las vestiduras rotas.
La puerta. La Gaveta Sur. Tu nombre.
El escondrijo doble.
Adiós sin octavillas. Sin reclamos.
La noche tumbada hacia arriba vuelta hacia sus ojos
un asombro de suerte sin más conciliación, amago.
Lo que hace olvidar es la fruta, la navaja hundida en sí.
Mi padre rajó la voz y lo olvidamos en la clara noche
lo esperamos para no abandonarlo en la helada
y cayó de cabeza en la heladera en el tumulto cien
de la cerveza helada, sin Guarderas ni zapatos.
Lo que nos perdió fue aquel silencio, aquellas manos.
Nadie dijo adiós cuando la casa se partía en tres:
los muertos, recuerdos de mi madre. Los vivos:
deudores de mi padre y nosotros: lustrosos, nuevos,
acechando el calzado y la moneda hirviente.
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