sábado, 5 de noviembre de 2011
Fotos de la presentación de "Fundación del centro", de Orlando Rossardi. Prólogo de José Prats Sariol
DIANA EN LAS DIANAS
Por José Prats Sariol
Fundación del centro logra dar en la diana. Acteón –el doble de Orlando Rossardi— recibe las flechas verbales donde se conoce a sí mismo. O al menos lo intenta. La aventura del voyeur es este poema.
Pero leerlo no es descifrarlo, quitarle los misterios. De haberlo comprendido totalmente –como le ocurrió a Elías Canetti con la masa— no estaría escribiendo sobre él, disfrutándolo como otra antorcha al oído, bajo la evocación de Juan Ramón Jiménez y del signo clave para la poesía de Orlando: la paradoja de que Diana a lo mejor se sabía observada furtivamente, nunca entera sino a fragmentos, como la vida.
Parece existir un placer –tan sano como despertarse tras oír la diana— en tensar el arco y lanzar flechas, con la esperanza de que las circunferencias sucesivas de la memoria permitan la claridad del centro. Diana, por su etimología, significa el alba, la luz del amanecer, algo menos duro que la Artemis griega, hermana de Apolo.
Orlando Rossardi ha salido a escribir para cazarse. Asistir a esa cacería sabemos que es un tópico en las literaturas –como estudia Pierre Klossowski en Le bain de Diane--, pero en cada desplazamiento fuerte hay una zona inédita, una excursión donde la lectura se tonifica con los secretos de otro yo, con la narración reflexiva de una sinécdoque donde la parte sugiere el todo: nuestra especie cuya experiencia existencial –siempre entre guerras— desafía al ayer y al mañana mientras los atrae desde un hoy siempre volátil.
Poema extrañamente existencialista en tiempos de trivialidades en el ciberespacio; poema raro entre blogs donde la serenidad es defecto con inmediato castigo en burlas y clics; poema que sabe a una madeleine enchumbada en té, cuando encontrar a un francés que lea a Flaubert es tan trabajoso como hallar a un alemán que conozca a Nietzsche; poema con horror al olvido. Fundación del centro es un drama, funciona como representación escénica donde dos actores –“él” ahora y su “otro” de siempre— junto al coro –“nos-otros” sus lectores—, recitan la etopeya de un Orlando que es uno y también el otro.
¿De dónde proviene Fundación del centro? ¿Podría recibir la sugerencia de que el origen se halla en el “conócete a ti mismo” que los atenienses nos legaron? ¿Es el resultado de una feroz introspección donde el análisis ha sabido tajar lo superfluo sin contemplaciones? ¿Qué lo individualiza dentro de la saga de poemas que buscan al autor a través de sus recorridos, que forman una nueva “vivencia” al escribirse?
Proviene –plausiblemente— de su sensibilidad artística. Pudo haber sido una escultura o una sonata, una coreografía o un documental, pero escritor desde la adolescencia, el poema es su sino, el azahar o signo ineludible. Es la memoria que al convertirse en texto privilegia determinados recuerdos sobre otros miles, la que es un sabor a guanábana en el atrio de la iglesia de la Virgen de Regla o el olor alquitranado de la bahía habanera. Aquí se amasa como para hornear no una autobiografía o un memorial sino lo que cree y siente su axis, imagen y señal, cuento más allá del sueño.
Recuerdo que estamos ante un autor con más de medio siglo de poemas: En 2009 su selección Casi la voz (Ed. Aduana Vieja) agrupó 520 páginas, bajo la ironía de un título que marca con la –no una— su vocación irrefrenable. En una reseña a la extensa compilación (Revista Hispano-cubana, no. 37, 2010) intenté explicar tres signos que ahora también fundan el centro: tono elegíaco, teatralidad y visiones infantiles. Dije allí que “La tonalidad elegíaca lo singulariza. Dentro de la poesía de habla hispana de las últimas promociones son escasas las voces que saben modular a lo Jorge Manrique. Entre los referentes valiosos están Gil de Biedma y Rafael Cadenas. Y más cerca: el demasiado pronto desaparecido Amando Fernández, el suicida Raúl Hernández Novás. “En esta dirección Rossardi parece muy consciente de la tessera, una conciencia que va del pensamiento creador al crítico, sin contradicciones, como si su “programación genética” le impidiera otra forma de apropiarse, otros motivos temáticos. Porque el tono elegíaco también implica una permanente relación –erudita sin pedanterías— con los poetas, sobre todo con las voces que forman su canon, tan peculiar como el de cualquier otro escritor consciente de la lucha contra lo ya dicho.
“La tessera –también siciliana, desde luego— Harold Bloom la revitaliza en sus excelentes estudios de la poesía romántica de habla inglesa (Poetry and represion. Revisionism from Blake to Stevens). La unión de las mitades de una taza era la señal de reconocimiento, de autenticidad. El poeta nuevo identifica así a su precursor, le da cumplimiento al potenciarlo. “Los homenajes-recuerdos de Rossardi no sólo son los poemas donde evoca a Gabriel Celaya, Miguel Hernández, Langston Hughes, Gastón Baquero, Eugenio Florit. Tampoco quedan circunscritos a menciones expresas a Juan Ramón Jiménez o Borges, a García Lorca o César Vallejo. Menos obvias –pero tan o más significativas— son las constantes intertextualidades de ellos y sus amigos, las relecturas de san Juan de la Cruz y René Char, de la gran poesía norteamericana de habla inglesa que conoce tan bien como José Emilio Pacheco.
“Que se quede por la ruta en que se escapa” –dice el verso final de “Salida del deseo”. Y en efecto, en esa paradoja podrían quedar obra y autor, reflejando a la vez cada una de sus lecturas de la vida, donde el exilio –elegía ontológica— ocupa el sitio clave. Porque “Tras una y otras tantas, esta muerte / que palpo cariñosa en el bolsillo” (“Esta muerte”). Porque siempre la inminencia de una pérdida --persona o lectura— ata sus versos, “en cascabeles”, como caracteriza al desaparecido amigo René Ariza; “para hurgar por adentro en su trasfondo”, como teme en “Cosas perdidas”. “Pérdida de la fuente” –metáfora y símbolo— es el poema que tal vez sintetiza su obsesión por las remembranzas, el modo de coleccionar su propia existencia. Siempre es la angustia por las pérdidas. Siempre allí está su eje expresivo, como un “Libro viejo”. Cuando sale de ese afecto la voz pierde fuerza. Si no hay un rasgo elegíaco no hay Rossardi, tan poderosamente sencillo, tan vigoroso como “Los poemas, los poetas”, donde el párrafo francés –Rimbaud— llega al sarcasmo, a Cernuda y su burla de las autoridades que oficializan después de muerto a un autor maldito. “Leyendo a mis poetas”, “Gramática de a uno en fondo”, “Carta a Eugenio Florit”, “Memoria de mí”, “La poesía”, “Pregunta”…, confirman su confesión: “a mí puede y me salva el sueño en poesía” –como susurra entre paréntesis en “Hambre de poema”. Esa mezcla tan apreciada por la poesía del romanticismo, donde siempre los bordes de la realidad se difuminan, es su señal, su sino y destino.
“Un último argumento a favor de que este rasgo lo singulariza se halla también en los poemas más lejanos. Las imágenes de “Boston” o “New York” son elocuentes evidencias. Ciudades, entre muchas otras que el autor trae a cuenta ahora en Fundación del centro. El último –el primero— de su paradoja versal lo titula “Hombre mirando al océano”. En esas olas –las mismas de Virginia Woolf— viene y va, con la marea siempre alta, la poesía de Orlando Rossardi.
“Una voz que trata de representar –teatralizar— su diálogo con el existir. Donde la presencia del interlocutor se entiende sobre o bajo el supuesto monólogo, como ocurre en “El mundo no está para palabras raras”, más allá de su controversia de homenaje a Lezama Lima, donde desprecia a los que en el “no entiendo” esconden su mediocridad. Como ocurre en “Despedida”, uno de los poemas donde conversa con el genio de César Vallejo, para soltar con fuerza sus jinetes, su Apocalipsis de vida con los demás donde la puerta nunca puede cerrarse del todo, donde siempre queda un resquicio. “Una voz que se refugia en la infancia, que lucha para que permanezca aquella mirada sin las experiencias que después van a nublarla, según se lee en “De muy niño jugaba entre cándidas ausencias”, cuando recuerda que “se ponían a contar sus cuentos las adelfas”. Porque su “Rito para el viaje” –poema inconfundible de su casi voz— tiene un epígrafe decisivo, quizás válido para el conjunto de su obra. Es de Nicanor Parra y dice: “El que se embarca en un violín naufraga”. Naufragio y salvación, la “isla” de Rossardi juega contra su propio tiempo, aunque de antemano sepa que el juego está perdido, como el de Proust”.
Concluí la reseña afirmando que “da gusto –un buen gusto— leer casi toda la obra poética de Rossardi que se recoge en su selección. Arrogancia de vocación realizada, elegía de tributos, diálogo con los otros y sus otros, infantil chaqueta marinera que juega a observar. El autor siente y sabe por qué se preparó –nos preparó— este regalo. Allá lejos, desde la bahía de Corinto, su amigo Gastón Baquero le sonríe”. Y ahora, al releer Fundación del centro, he podido verificar que tales sesgos lejos de opacarse se han recrudecido, como muestra la teatralidad del desdoblamiento, del que se observa como si evaluara a un extraño que a la vez es un amigo íntimo.
Pasear con su “otro” se inicia al modo homérico con el reconocimiento, la identidad del doble. A párrafo sin sangrar --¿por qué afrancesado?-- irá narrando el recorrido. A “palabras como turbas” activa las curiosidades, lanza las flechas a su diana. Y sin fin, como aquella anécdota de Baudelaire que una tarde fue sorprendido por un amigo cuando caminaba por Les Champs-Élysées, y cuando este le preguntó a dónde iba, el poeta respondió que a ninguna parte.
¿Hacia dónde se dirige Fundación del centro? Hacia Baudelaire y hacia ninguna parte. ¿No afirmaba José Lezama Lima –el poeta de habla hispana que más ha meditado su poética-- que lo importante es la flecha, no el blanco? Porque es el trayecto quien ciñe la aventura singular –personalísima-- por las ciudades y sus calles y sus recovecos, como ocurriera en dos cuadernos fundamentales de la poesía escrita por cubanos: En la Calzada de Jesús del Monte de Eliseo Diego y Ciudad, ciudad de Francisco de Oráa.
Aunque repudio el “color local” –lexicalizado hasta el (agotamiento) asco-- casi tanto como la “politización” –con su records demagogos-- de los objetos artísticos, una ráfaga (cierta dósis) de contextualización parece necesaria. Este poema remite a La Habana: Orlando Rossardi nace y crece y se hace poeta en el pueblo de Regla, en la ribera este de la bahía otrora de piratas y corsarios. Y desde luego que en su atmósfera anímica está el exiliado político, sin las menos desgarradoras nociones de “emigrante” o “transterrado”. Las dos referencias por supuesto que no le otorgan al poema mayores calidades artísticas –estamos hartos de “testimonios” (sic)--, pero enunciarlas por su valor documental modulan la lectura, viabilizan la recepción. Un país en ruinas, frustrado como nación, empalidece aquella España de los poetas republicanos que murieron clamando contra el franquismo, pensando muchas veces en el regreso, como León Felipe o Luis Cernuda.
La tragedia entre exilio e insilio no debe soslayarse. Con el valor central en que este (singular / sui generis) raro poema incluye los que uno batalla consigo mismo, exiliado de los recuerdos ya ajenos e insiliado de los que sin saber la causa suelen mantenerse. Su rareza (singularidad) precisamente está ahí, en saber aludir levemente, en transitar por ese extenso poema en prosa sin tropezar entre enfáticas menciones históricas o entre achicharrados lugares comunes psicológicos. Nada usual, nada al uso, que bien sabemos al sobreuso en las marejadas de textos inanes que inundan el ciberespacio. Este diario de bitácora de un inveterado andariego –otra paradoja—constantemente salta de adentro hacia afuera, y viceversa, con su correspondiente corolario en el desenfado con que incorpora una frase popular recreada –“los dime y te diré”—, casi al lado de una culterana referencia a san Agustín, cuyas Confesiones forman una de las intertextualidades clave, a nivel conceptual, filosófico, como apertura y cierre ante la única paradoja esencial cifrada en el ser para la muerte, de ahí la dedicatoria a Juan Ramón Jiménez y la recreación de Tiempo.
Los juegos de palabras –también caros al poeta de Platero y yo— tienen además, como bien dice, un “que me cuento a cuentagotas”, es decir, que sabe y asume no contarse del todo. Teme, con razón, al mal llamado “todo”, que puede ser “nada”. Porque lo casual –como en la certera cita de Robert Frost—es similar al “uno propone y Dios dispone” y recuerda que don Quijote le decía a su escudero que “no hay refrán que no sea verdadero”… A lo que se añade un pudor hacia el anecdotario de su vida que prefiere tomar las “experiencias” como sencilla motivación para seguir cabalgando de ciudad en ciudad. No hay confesiones íntimas en Fundación del centro. Y se agradece, ante tanta supuesta literatura “confesional”, novela “sucia” o supuestos poemas más apropiados para estudiantes de psiquiatría.
Rossardi va por otra senda, hacia la ciudad interior, “saliendo entera de su centro”. Las referencias a personas –como aquellas que recuerdan las ediciones El Puente en La Habana de 1962— nunca van a explotar el sensacionalismo o la procacidad que tanto gusta a los lectores de revistas de chismes, a los espectadores de la televisión chatarra, tan abundante en cualquier idioma. No hay picaresca exhibicionista sino a veces una ráfaga de nostalgia, unos versos de algún amigo fallecido, la sombra inconclusa de lo que pudo ser.
La habanera no es la canción triste del que retorna a su país natal, sino la del obligado a irse, a tomar el Covadonga y ver alejarse el Malecón habanero, con su familia despidiéndolo, perdiéndose como Cuba en el horizonte del Caribe, aunque llevara en el bolso de hombro y reviviera en Madrid, los peces de Gastón Baquero. La vinculación de este poema es con “Testamento del pez”, no con otras zonas –válidas, desde luego— donde la memoria tal vez se disfraza de payaso para sufrir menos. Es con “La isla en peso”, el demoledor y tan premonitorio poema de Virgilio Piñera, quizás el más emblemático de la historia de Cuba, junto a los de Martí sobre sus dos patrias, que ve como una.
¿”Todos somos actores”? ¿Tiene sentido la pregunta de Shakespeare que Juan Ramón Jiménez retoma, que Orlando Rossardi vuelve a recrear? ¿Cuál es el teatro del mundo? ¿Cuál ciudad no es La Habana? La lectura de Fundación del centro no satisface las respuestas a las cuatro preguntas. Apenas alude y elude. Apenas abre la misma angustia que enseguida es otra, como quería Rimbaud. Salva su fragor expresivo porque no concluye. El “juego” o “fundación” sigue a la búsqueda.
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