FUNDACIÓN DEL CENTRO
A Juan Ramón Jiménez por la estrofa de su Espacio y el fragmento de su Tiempo.
Y en un principio…fueron creadas las ciudades.
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Leyenda inesperada: “dulce como la luz es el amor”, y esta Nueva York es igual que Moguer, es igual que Sevilla y que Madrid.´
JRJ, Espacio
Yo te he hecho y te he puesto a andar conmigo. Te he cantado luego, y luego a un tiempo se me han vuelto a ver los ojos de muy lejos los espacios que rutilan por tu humana geografía; un cuerpo, muchos cuerpos en un solo vientre, las hendijas que se meten con su fondo al fondo exacto del acaso, hasta el claro aquel donde se nutren con su voz las sombras y las cosas, y me he puesto, en ese luego, de este ahora, a cantar por aceras y resquicios tus portales a ojo suelto, las macetas que se cuelgan por sus flores, las mismas, repetidas, sembradas, salidas de ti misma; porque tú eres el canto, tú la perla misma que más brilla, el sueño que despunta en ti , tu tú más rutilante, la calma de toda la sed mía, el abrazo que se estira por el cuerpo de ellos, el ansia con que colmo las albricias y al que llego sin saber que no he salido de ti nunca en busca de otro cuerpo que no es otro que este cuerpo.
En ti me quedo como se quedan tercos y ceñidos los recuerdos,
siempre en pie de guerra recobrando por su viento las pisadas: ellas con pies y manos que resuelven con su andar y huir luego entradas y salidas. Los que fueron lejos a llevarte entre papeles viejos sus memorias siempre nuevas, por los libros y las rutas que acomodan el azoro y la sorpresa a las edades, ese ver volver de nuevo en los rincones, por fuentes y pasillos, por tejados y azoteas, por la huida de la tarde y el clamor de un día como otro día, por palabras como turbas que se cuelan fulminantes al oído y voces que dicen como sordas marejadas de ese allá de nuestra infancia. A mano el cariño que fue, que era, en nuestros dedos el sueño que en un soplo rescató la espera, en su en punto el latir, el crujir de un rito que en ti, ciudad, -- siempre la misma, entera-- se asoma y vuelve a repetirse, una y otra vez, cada hoy con su ayer acurrucado, calle abajo y calle arriba.
Y sin la espera tú por andurriales en que vive y se sofoca la esperanza, por callejas en que suenan cariños y los besos: porque brotan como tierra penetrante, fija, hoy La Habana, luego Madrid y Nueva York con sus vueltas y revueltas, las fontanas de Roma, las colinas de Praga, los dime y te diré de ese París que aun sueña con sus ojos acaramelados y el rostro de quien era; y mañana o más temprano las rosas de Múnich en las rosas de Sevilla, los parques de Estocolmo en aquellos de Santiago, el chileno, y el otro que se guarda entre montañas en su cuba de cobre, o también el otro San Yago al que se va y peregrina, sin más parque, sin más concha o sin bastón, solo con plazuelas en aquel salto de un pájaro como aquel otro de Londres que cantaba con la voz del otro de Ibiza o de Canarias. El mismo pío, el piar exacto que escuché en Milán o en la tumba de Poe, en Baltimore, a un pelín del salto que dio el cuervo que canta ronco por el árbol de su parque cerrado y negro, como el parque con los muertos de Père Lachaise o Montparnasse, de vivos muertos de tantas ciudades, Chopin, Wilde, Rossini, y los versos de Apollinaire y los cantos callejeros de Piaf, y los del cholo de César, allí ellos de muchas ciudades en el hueco abierto de París, o el serio de Colón en mi Habana, la elegante, o el de La Almudena, con cantares de la otra tierra mía y que guarda el “polvo eres” de mi buen Romera, o el de La Recoleta, en un Buenos Aires lejano echando flores al vacío, en que parece cantar de igual manera Carlos sus tangos, como en éste canta Rita sus boleros; cantando en coro y diciendo con Vallejo el dolor de lo que en el fondo del horno se nos quema; de éste y de aquel, un mismo jueves siempre el mismo jueves. Y son el mismo ser, la misma seña, lo igual que en las calles anida, en los huecos del Muro de las Lamentaciones que lloran los cuerpos de los unos y los otros, las quejas de un Estrecho, las congojas de Bagdad y de Estambul que no se queja, los halagos de Boston, lejos, al borde del agua que se extiende por las aguas que la encierran: la ciudad antigua y la de ahora rodeada como mi ciudad de columnas y de pasillos, de agua y viento; viento que se alza a retozar por Barcelona y Bogotá , con sus bes todas iguales, con Amalia, la Amalia y no la Ofelia de mi historia que de una saltó a otra y se cuela entre las ruinas de esa misma verdadera historia: lo dije en un poema “cuando vuelvas, si es que vuelves…” Un poema, todos los poemas volando sus estrofas por las esquinas de Marsella, los rincones de Nápoles que se estiran hasta tocar los bordes del volcán, el mismo volcán que toca las puertas de José, el callado y sobrio carpintero. El mismo Jesús de oficio y pompa, en mi Habana que es Jesús del Monte y por el Jesús del Corcovado o el de Galilea con él y el padre putativo y la madre igual que muchas las madres que repiten su nombre en el nombre de ella. Y ella, la encantadora de serpientes que luego la aplasta con el pie divino. La virgen negra de Regla, la aureola de San Agustín, fundador de centros, al lado de Hipona, con la cara tostada del obispo que la talla en ébano y la venera con su nombre en las reglas de su orden. La virgen al otro lado de la bahía, la enorme que acoge barcas y barcazas, que rodea la hermosa cara de mi ciudad. Y en Chipiona también aquella otra que se recuesta a la orilla arenosa de las aguas de El Puerto, el puerto, otro puerto, el mismo puerto. Es otra y es la misma, repetida. Es la misma que me enlaza y que me tira, la misma que me llama y llamo. El mismo canto, la misma estrofa culminando las calles que iguales, salen del mar siempre azul con cielo alto, y recto, y fijo al centro.
Porque sin querer te he hecho a mi imagen, la mía y la de ese Dios, con D rotunda y muy señora; la intensa de doler por dentro, la de vocear por dentro, ritos por igual que van y se acomodan a beber del mundo lo que el mundo les ofrece, en la ciudad hermosa con lo feo recostado, en la ciudad alta con lo bajo y con lo más menudo, la ciudad de casas llenas y cuadradas, las casas como suspiros a los que remite Juana, la uruguaya de sombreros enroscados y esa belleza de ella que encandila en aquel Montevideo echado al mar. Y el mar, el mismo mar que dije en su momento, haciendo los vestidos de ese mar de Viña , de ese de Valencia, de ese de Corfú o aquel de alas abiertas de Cádiz o Lisboa, las ciudades que se echan de esposo el agua que las mima. Porque -- sigo en el desfile—te he puesto en medio de mi vida para que devengas con ella en las formas de mi grande y fiera, y también dulce ciudad de mis infancias y mis mayores: romana, griega y también la etrusca, la de las islas y las montañas, las estepas y los desiertos, la que flota y la que marcha en los caminos, la que se acumula por los libros conque un día, bocabajo, me puse a recorrerlas, ciudades, las viejas y las nuevas, siempre la una igual que todas ellas, con mi pequeño dedo justo y fijo, a verlas crecer en la imaginación que el sueño colorea, a verlas vaciar en el espacio que lleva para llenarlo con patios y flores, y adoquines y fuentes, y plazas y más plazas como las calles y los ríos de gente que tienen las ciudades de mi mundo conocido; el mundo que frecuento y que me cuento a cuentagotas cuando me echo a echarme por los ojos el sol y las caricias de un día azul de oro, o azuloro o platiluna cuando de noche pone el cielo su mejor lucir, como lo hace un día o tarde cariciosa en cualquier lugar de cualquier lugar de esta tierra que penetro y me desborda. Sí, --he de repetirme--, te he hecho a piel de mi espejo, de mis espejos, en los que miro mi cara repetida, como se repiten las ciudades que transito y en las que leo un trozo lleno y hacia adentro, de Faulkner, o que recuerdo un decir de Dylan, y que antes puse en mis manos por los caminos rojiverdes de Vermont y de New Hampshire, de boca a Robert Frost que me daba a escoger entre una u otra vía, diciéndome al oido: “…two roads diverged in a wood, and I / I took the one less traveled by, / And that has made all the difference.”… y fue en ese entonces de Durham, como podría haber sido en un tiempo sin historia que entraron por mis ojos las calles una sola calle, como iguales y pacientes de mi pueblo que sube al pueblo mío y se le pega y se le encima, y se hace, él con ella dueña y dueño de su espacio. Y claro, de allí sale y salta al
mármol griego que Aldington cantara “apiádate de mi tristeza, / oh, silencio de Paros”, y claro, se acumula toda ella de puro imaginismo, las velas de Pound, el
chauffeur de librea de Amy Lowell, en un Londres erecto y ya cansado del grito del bufón de Marinetti. Y claro, despuntado en la ciudad de Tiro que es como si Nueva York saliera a tiro limpio de culata por la espalda de una plena fantasía: una imagen, la imagen que cuelga de otra imagen, entonces la imagen de Buenos Aires que es Atenas, que es Río, que es Washington más tarde, luego, con su pasión de ser centro y centro de los fondos más exactos, de los puentes, de aquellos que fijan las orillas, que están allí para el ir y el venir, para el dormir y en el desvelo, respirando fiel azul por los fragmentos en los parques de Viena, en los barrios de Caracas o en Moscú por las ventanas, brotando de su fondo en la comparsa, a la carrera, lo mismo en San Marino que en São Paulo: la ciudad, todas a una, saliendo entera de su centro.
I
Y el centro fue el momento entero y allí estuvo antes del fuego y antes del agua. Primero todo lo que es fue centro, de él salieron los conflictos, las brechas y resquicios, las causas de la prisa y el amor fiero a las raíces. Por allí se escurre ahora su figura, con los altos rascacielos, los bajos fondos, las fachadas con ventanas, los letreros de pase y de parada, las esferas verdes, rojas, amarillas que se meten por los ojos. El centro es total conmigo y mío en la espesura de su enjambre. Soy yo que me desando entre la gente que me cruza y voy y la devoro con los pasos míos. Por ella atravesé un día de septiembre, puse pies en polvorosa y armé la huida. Madrid se hacía a lo lejos, poco a poco, con sus rincones, sus plazas, sus recodos, los pasillos apagados, las llaves sonando en sus esquinas. Nueva York quedaba a la espera escondido en el diámetro de su espacio y lo estero que dormía entre parcelas de sueños no soñados todavía. Y la ciudad, una con sus rascacielos, otra con sus plazas, fundía en mí el amor mío a las cosas y los asuntos de ella. Se aventaban nombres de espacios y caminos que eran pasos que ya eran, José Antonio, General Pardiñas, Leganitos, Hilarión Eslava haciendo la historia suya en la historia mía, largos y estirados por los adoquines. La Manahatta de Florit un poco al frente, por los frentes del West Side Drive también, respirando las flores del Divino San John, de las márgenes del rodante Hudson flotando hacia sus aguas, las mismas que toca por los bordes
"entremezclados el furor y el delirio" de aquellas islas. Urbes entre dos, cada una a su manera, con su mohín medroso y perla a un tiempo.
Y en la Isla, la dejada con los ojos de la cara, se regaban como fronda fondos del hombre y de la tierra y los nombres se montaban unos sobre los otros, y los gritos y las marchas se escuchaban por los nombres dichos y redichos, los nombres del pueblo en la ciudad hinchada, y de ella al pueblo hinchado en viaje eterno entre las aguas de una bahía con su vientre maternal puesto a la deriva, y detrás de los silencios los Nuevos que pasaban y saltaban las aceras, los Novísimos, los supernuevos que medraban al fondo de lo dicho y aún por decir, con palabras suyas, palabra de poeta al tiempo, que iban a punto en todos ellos, en la ciudad, por sus libros también nuevos haciendo sus calles en poemas, alzando torres, diciendo José Mario "los canales/ de la boca/ están abiertos directamente/ a la superficie de las cosas", y Reinaldo marchando por aquel "camino que regresa hacia todos los sitios", y Mercedes que se asomaba preguntando "¿quién cuidará del sitio perdido en el jardín cuando yo me vaya?", y Delfín --añadido entre una y otra copa, en su momento-- que se escondía tras sus gestos, y Belkis que aparecía en sus devociones como ausente de este mundo, e Isel --de un solo golpe con su nombre solo, solamente-- mordiendo el vacío de la noche a "la tierna luz de una lámpara nocturna"; y así ellos, 1, cruzando siempre las calles, sin esperar luz verde abrazados con los otros por los libros cruzando los pasillos, los sueños de entradas y salidas, dentro y allende los espacios, porque hubo encierros crueles que estrechaban esos sueños, que los iban exprimiendo hasta dejarlos amargos por la historia.
También allí, en la ciudad, estábamos los otros, con los unos, confundidos, mezclados todos y mezclado todo como el canto de Guillén, con la caja de sus sombras y el fondo de su güiro que se se olía vivo y respirando por los soportales y en los vertederos de las esquinas mucho antes de que René, luego, se pusiera a cascabeles, como sonando con su sonido ese metal con brisa trastornada, con viento que lo lanzaba de uno hacia otro lado y que el tiempo por su espacio lo lanzara a la otra orilla, allí, como
Amando en su corriente, todos adelante con su oficio: una tibia vuelta a las
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1..
En La Habana, en 1962, se edita una antología, Novísima poesía cubana que reúne a varios poetas jóvenes de El Puente, capitaneados por el poeta José Mario Rodríguez (1940- 2002) , y a los que entre ellos se mencionan a Reinaldo García Ramos, Mercedes Cortázar, Delfín Prats, Isel Rivero y Belkis Cuza Malé. Más tarde se habla de los poetas René Ariza y Amando Fernández, que no forman parte de El Puente, pero sí tienen relación con el autor.
edades, un hurgar la infancia, en los cuadernos, un bucear las pocas alegrías de este mundo, por las luces y las tablas, un aparte de la herida, en que deambulan –serias—risas y sonrisas a la vuelta de la esquina. Porque era ella, allí, ese momento, cuando la ciudad se amontonaba, poco a poco, un día de septiembre, bueno y de sol fuerte. Fue en barco, también como era menester para una salida tan recordada desde aquel pasado que se hacía cada vez más oscuro pero con chispas de luz por aquí y por allá. Porque los recuerdos construyen sus paredes con parcelas de luz y aroma de sus aceras y calles adoquinadas, para que anden con su olor parados en el olfato de las cosas que pasan y se quedan, que ya han sido y aún son, para que anden fuertes, luego, en la memoria, sin tropezar por las esquinas ni caerse a pedazos en la sombra. De un claro abrillantado y como nítido, y espejeado, con lo construido en lo que traemos al punto del recuerdo en que hilamos, y se hila por su seda como araña trabajando lo suyo, lo que verdaderamente fue y queda por algún lugar de la memoria. El barco aquel, el alto negriblanco Covadonga que se metía por entre los lanchones que le seguían por la bahía dando golpes de espuma entre el oleaje que se iba haciendo en los despegues de agua que salían de su proa y se acercaban como cuchillo a la farola, despuntando, como queriendo hacerse ver entre los demás que por allí anclaban. Y pitaba el pito del buque y salía una cancioncilla como chirriona del fondo de los amplificadores que colgaban de los barandales de los pasillos exteriores
“cuando salí de La Habana, válgame Dios...” y nos acercamos a la baranda que daba al Malecón para ver las caras que nos seguían con sus ojos aguados, y las casas de la ciudad que iban, poco a poco, quedándose atrás, apiñadas ahora en aquel cuadro resplandeciente a través de los años que lo cubren todo de fantasmas: y es la ciudad, y es su Plaza de Armas, y es su Castillo despuntando verdes y murallas que tocaban al fondo de su mar, y su morro metido a fuerte en su espiral espléndida y suntuosa, y su prado que sube haciendo carantoñas entre balcones y portales, con su echar de muy señora al mundo, hasta tocar las aguas anchas del puerto con su abrazo, donde iban, pase a pase, los chalanes las orillas de una a la otra orilla y que él recorría en una y otra dirección, con sus calles de putas cansadas, y un Caballero que vendía sus poemas por un pan y un café con leche. Y en la otra orilla la virgen líbica, con su hijo en brazos blanco como la perla aquella sentada en las reglas de sus enseñanzas. La que una vez vestida con sus siete faldas desfilaba terca, poderosa, en la bahía, la misma que cerraba la ciudad con su muralla exacta de agua ennegrecida.
Allí se hizo el centro de su historia. Un centro muchos centros, una tarde muchas tardes. La misma tarde otra vez de malva y rojo encendido, una primero y otra después, con los mismos destellos. Las tardes de Nueva York eran las tardes de La Habana y eran las mismas repetidas luego con las nubes de Durham y Concord al fondo y eran las de Arlington y Washington, calco con las de Tampa y antes y después Miami, la misma, el mismo con sus calles altas, sus espacios intramuros, sus ventanas –miles y miles de ellas—mirando las vueltas de Broadway, las entradas y salidas al “subway” de Madison Avenue, la iglesia abierta de la Quinta Avenida llamando al descanso y a la oración, dentro de sus paredes gruesas, protegiendo del frío de la calle que un joven recorre entregando libros un día a las manos casi y a los ojos encendidos casi de Langston Hughes, y los largos bostezos de Lionel Trilling; otro día componiendo revistas de MD, y de aquel Martí Ibañez que en la Guerra Civil de España había sido ministro de la sanidad pública; allí ese ajetreo a dos cuadras largas del Central Park, enfilando por la calle sesenta, haciendo uno a uno sueños coloridos y dejando que todo, como un mundo, se encaramase en los sentidos, que todo como un universo se filtrara por ojos y oídos, por las manos como haciendo una música especial que sale fina y pura luego, tarde con tarde, mañana con mañana, por cuerdas de letras como río que sonara en la caída, en su rodada del mar de la salida a ese otro de adelfas, flamboyanes y palmeras, con el agua que aprieta la ciudad de torres, de rascacielos, de letreros en fila, iluminados, por el fondo aquel de luz de atardeceres y círculos concéntricos como la tarde aquella del West Side.
Pero también pasa la ciudad a otra metida entre tejados y portales de madera, por los puentes de madera que se ponían al paisaje como un dibujo entre giros y sueños de árboles y ríos, y se iban haciendo con ellos los caminos, los centros que en Nueva Hampshire ponen un lado con otro lado dentro de una armazón de tablas que rechinan con techos y ventanas, con espacios para andar y rodar. El espacio en que Dover se aísla, se queda sola con su plaza y su molino y se aprieta es también distinto y otras son sus calles y callejones, sus casas blancas con peldaños blancos y ventanas de oro, con madera que cruje al pasar del tiempo en nuestras pisadas, en los muelles que empujan el centro al mar. Y el hombre aquel que trae su soledad de fondo como una isla en lontananza, un punto que se mete dentro y no sale sino en letras pequeñitas. El hombre desde adentro que apunta, como apunta el centro, hacia el mar que lo comienza y lo termina en la curva de su edad; el hombre que se ha puesto a ver desde el puente con
océanos de cañas en los ojos, su palma, su gran
tiento tropical. Y Dover y Durham, y Portsmouth, en su triángulo, la misma suerte de ciudad más concentrada, más metida en su centro que es y no es el centro de todas las ciudades del mundo, el mundo antes de ser completamente mundo, de ser ala y de ser sombra y luz a un tiempo.
Y luego ya nunca sería el norte más norte que en aquel traer las cosas pasadas a contar. Porque su espacio iba metido en mí como borrasca, yo que no soy más que ese espacio fundido en el ahora y en el luego, en el tiempo que fui y que sin duda seré cuando terminen las horas de hoy en día.
II
De pronto, con su andar muy lento, han caído los años. Como a ti el polvo de la edad me ha cubierto de cenizas, y la mirada del espejo se posa en mí y me mira con una insistencia inusitada, para conocerme detrás de los ojos a medio abrir, de la boca a medio decir, de la barba blanca a medio ordenar. Pero estás ahí para andar conmigo tus surcos, ciudad, lenta como yo, suave y fuerte a un tiempo, sabedora de las cosas más profundas, de las cosas más sutiles. Miro tu edad retratada en la mía y deambulo tus círculos, tus triángulos, tus descascaradas columnas como manos, tus paredes como pellejo sin color, tu piel ruinosa y la cáscara de tu pasado que me llevan a mí mismo; yo echado abajo tratando de flotar y a la deriva, tú igual a flote, en la corriente que te lleva por parcelas que fueron salones en que brillaron con su luz caricias, regodeos, sueños, los ángulos ocres de una sonrisa, los balbuceos de un cariño que se esconde entre cortinas, por rincones y esquinas, las miradas que escaparon por ventanas abiertas de par en par, mostrando sus blancas encías. ellas que siguen volando sobre un niño que cruza a saltos, cabalgando encima de
números contados de antemano, en su calle, en línea recta al mundo, un mundo vivo y convivido, porque ella, la ciudad, vive y se conmueve. Ella me vive sin que yo haga nada, solo moverme por el espacio que dejan sus arenas, tendidas entre paredes y escalas que la dibujan, y estacas y portones que no se rinden al pase de hombres y mujeres, al rozar de las caras conocidas que luego se van, por ese mar de tus portones, ese que se respira entre las ruinas, las ruinas estas soñadas, las que nunca he recorrido más que en sueños, las que solo he penetrado en los retratos, en los cines, en boca de aquellos que se han ido --lo dije un día--, por el espacio que les han dejado en frente, ese maremágnum que se ha quedado siendo lo que es entre mis dedos, los de ellos, que siembran nombre y apellido entre una y otra orilla. Y tu duermevela se palpa entre el polvo y los escombros, se te huele tostada y negra en los peldaños que suben y se dejan caer por pasillos colgantes, por chimeneas que han quedado ellas solas a contar el cuento ruinoso de la piedra triste y dejada a no sentir ya nada en el hueco del muro, donde nadie vela sus lamentos ni deja recados, donde ninguna civilización se entró a porrazos con la otra, donde no llevan a extraños a llenar los fardos de historia antigua, donde no flotan pañuelos de encajes en la despedida ni enseres viejos o prendas que se exhiben en cajones familiares ni museos; en sus esquinas borrosas y germinales, en las noches todas las noches de las que surgen vías y caminos que llevan puntuales, como todos los caminos dicen que llevan, a Roma, con sus transeúntes enfilando a un Forum que no yace entre las ruinas, que exhibe templo nuevo por donde hacen sus rituales Delfos, Olimpia o Eleusis, que encaraman con otras donde pisan igual Mahoma que Confucio, unas brechas que suben de una sórdida calleja a los círculos de Mathura para rendir cariño a Krisna, o dejar colar a un joven e inmaduro Cristo que retoza, como el niño de La Habana, entre yerbas crecidas por tejas y tejados, por cañerías malolientas, por espacios que se abren en peregrinación constante a Shiran o a Compostela para alabar, entre los cuerpos ya podridos, las estrellas, los dioses que brillan igual que otras estrellas o dioses brillan en los espacios todos iguales, en lo alto, oscuro y misterioso, como un cielo.
Más tarde fue ella ella misma y se ponía de fiesta a ver las orillas, las mismas que quedaban a noventa zancadillas, con su largo cayerío y sus playas echando palmeras en dirección al norte. Ese norte con esa estrella que se hincha y reluce con tal brío como la estrella de la Isla, entre franjas que se estrellan de azules a esas orillas, las que hombres y mujeres y niños alcanzan entre el sol o entre las brumas, y aquellas aguas hondas en que se tragaron un día, en esta misma historia mía, los mismos hombres y las mismas mujeres salidos del infierno.
III
Y la ciudad hecha a la manera mía, su centro el centro de mis ojos, el ombligo de mi alma o mis almas con sus islas todas rodeadas de mar, un día fue el puerto más rico, otra fueron canarios que picoteaban por siete nidos, otro fue el piano de Chopin configurando el aire que entraba por terrazas abiertas, por casas que crecían en mis adentros, casas de palabras y más palabras, porque en fin todo es en mí la construcción del centro. Suben por los lados, con piedra y con asfalto, paredes y callejas, rutas y caminos y azoteas que llevan al espacio donde habita el cero, de ese círculo que soy y vuelvo a ser, donde brilla el barro y estalla como pólvora de Dios el vocablo espero, ese espero que soy y marcha hacia mi encuentro, al que irremediablemente voy y que también es otro que también me aguarda en el espejo, el otro que me dobla en vida o sobrevida y se construye, porque en él me veo, y me ven los otros en este lado de las cosas más profundas. Lo dijo en sus apuntes el jinete de Platero: "Orilla, onda, ola de luz de un centro que no podemos situar ni cojer, que no situaremos ni cojeremos nunca.", y por otro lado, asesta "De pronto, todo el rumoroso silencio y nosotros solos. Todo fundido, vida, muerte, verdor, hambre, asco; presente y lejanísimo estado de armonía total de la que soy a un tiempo centro y distancia infinita" 2 En la casa de la ciudad a la que entro por su puerta entreverada, por la ruta que han marcado antes, cuando hubo un tiempo para el asunto mío, Mercurio entre los sueños, y fueron también las islas borradas de Casitérides o las más a cuenta de mi mar antillano, la de muy mar adentro y la de mi mar afuera. Porque este ahora se junta y se perpetra entre los dedos, por los ojos de la cara, la trasteo entre los dientes y pruebo como un mundo antiguo y nuevo, que salió del fondo del ánima dormida en el agua de la acequia que echa todo afuera. Yo soy yo que me trastorno en serlo, y tú eres yo en ti y en mí mismo. Estuvo dicho, un día, en la correspondencia entre padre e hijo, dije, decía
"Ay, Dios, qué dolor me das / ¿qué te das? / Por cuanto Tú eres Todo / y yo Tú, que no soy nada. / Tú en mí con mi dolor, sufriéndote; yo en Ti con Tu Dolor, sufriéndome. / Tú con Tu Dolor en mí; yo en Ti con mi dolor... ¡Llorándonos! / ¡Ay, Dios, qué dolor Te das! / ¿qué me das?", de una vez por todas en la iglesia pequeñita de aquel, de este doblar del mundo, a punto de sentir ya no ser nada, o casi nada, o el otro arcano con su más allá batiendo alas, como las palomas que pasan en parejas de techo en techo.
La ciudad flotando en su centro, rodeada por canales, igual que la Tenochtitlán toda metida en su Texcoco, poniéndole punto final al mundo mío, o la serenísima Venecia de ciento veinte isletas, con sus tribunos y yo mismo cruzando sus cuatrocientos cincuenta y cinco puentes, o la San Petersburgo de Pedro o Catalina, por donde anduve de punta a rabo un día, entre imperio e imperio, entre pecho y espíritu, conmigo del brazo, contigo de la mano, llegando a ti, metiéndome en mi propia algarabía por el otro que eres y que soy. La esencia abigarrada de mi eterno existir, de mi existir de siempre.
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2.
Alude a parte de la obra de Juan Ramón Jiménez Tiempo (Edaf, Madrid,1986) que permaneció inédita a la muerte del poeta y que va a editar Arturo del Villar. Éste anota que en el mes de diciembre de 1940, Juan Ramón fue ingresado en un hospital de la Universidad de Miami (University Hospital), de Coral Gables, en la Florida. En dicho internado el poeta comienza la redacción de sus obras Espacio y Tiempo. El primero --indica Del Villar-- nace en verso libre y Tiempo en prosa. Los originales de Tiempo se encuentran en la Sala Zenobia y Juan Ramón Jiménez de la Biblioteca del Recinto Universitario de Río Piedras, en Puerto Rico.
Porque soy mi dios entero y por venir, el que me palpo en un frotar de manos abiertas, en un espaldarazo de viento que tira como pájaros volando, en una luna que riela por los canales que atravesamos yo con Moctezuma, yo con Ana o Elizabeta, yo con Giustiniano y luego las bodas entre el centro, mi centro, y la ciudad y el mar. El agua atravesando las columnas de mi Habana, el agua ennegrecida de tanto azul, el agua que era otra y luego el agua misma. Yo flotando por mi centro, en la unión tuya y mía, del día completo y de la noche entera, lo afuera realidad e idealidad, lo de adentro esencia mía en ella misma que es la esencia pura, su historia hecha a la medida, recordando, viviendo lo vivido una y otra vez, en todos los centros del mundo, donde "todos somos actores aquí, y sólo actores, y el teatro es la ciudad, y el campo y el horizonte ¡el mundo! Y Otelo con Desdémona será lo eterno. Esto es el hoy todavía, y es el mañana aún, pasar de casa en casa del teatro de los siglos, a lo largo de la humanidad toda."3 El tiempo eterno jugando con mi angustia de hombre que se acaba.
Madrid - Miami, mayo de 2011
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3 Juan Ramón Jiménez
Espacio (Edaf, Madrid,1986), Fragmento Tercero, p. 141
La Otra Esquina de las Palabras le agradece al poeta
Orlando Rossardi el haberle autorizado la publicación de este poema, que en forma de cuaderno fue editado, en julio de 2011, por la editorial
Aduana Vieja.
Orlando Rossardi (Orlando Rodríguez Sardiñas) nació en La Habana. En Cuba, antes de 1960, año en que sale para España, colabora en revistas literarias y funda con René Ariza el cuaderno poético
Cántico.
A partir de entonces su obra poética y ensayística ha aparecido en revistas literarias en Europa, Hispanoamérica y los Estados Unidos de América. Estudia en las universidades de La Habana y Madrid y se doctora en la Universidad de Texas, Austin. Ha sido profesor en las universidades norteamericanas de New Hampshire, Southern California, Texas, Wisconsin y Miami-Dade College, en los cursos de postgrado del Consejo Superior de Investigaciones Científicas en Málaga, y dirigido los cursos de las universidades de Wisconsin, Indiana y Purdue en la Universidad Complutense de Madrid, España.
Ha brindado conferencias sobre teatro y literatura hispanoamericana y española en varias partes del mundo y es un activo promotor de la literatura cubana en el exilio. Durante más de 20 años se dedicó a la radio y a la televisión. Ha publicado ensayo, teatro, cuento y poesía. Entre algunos de sus libros de ensayos se destacan los tres tomos de
Teatro Selecto Hispanoamericano Contemporáneo (Escelicer Madrid, 1971),
La última poesía cubana (Hispanova, Madrid, 1973), León de Greiff: Una poética de vanguardia (Ed. Playor, Madrid, 1974) y, en colaboración, los seis tomos de
Historia de la Literatura Hispanoamericana Contemporánea (UNED, Madrid, 1976). Muestra del teatro publicado del autor puede encontrarse en
La Visita (Tespis, Virginia, 1997).
Su obra poética se recoge en los libros
El diámetro y lo estero (Agora, Madrid, 1964),
Que voy de vuelo (Plenitud, Madrid, 1970),
Los espacios llenos (Verbum, Madrid, 1991),
Memoria de mí (Betania, Madrid, 1996),
Los pies en la tierra (Verbum, Madrid 2006),
Libro de las pérdidas (Aduana Vieja, Valencia, 2008), la antología personal
Casi la voz (Aduana Vieja, Valencia, 2009) y de los cuadernos
Canto en la Florida (Aduana Vieja, Valencia, 2010) y
Fundación del centro (Aduana Vieja, Valencia, 2011). Es coeditor del tomo Gabriela Mistral y los Estados Unidos (ANLE, Nueva York, 2010) junto a J. Covarrubias y Gerardo Piña Rosales. Recientemente ha colaborado directamente en la
Enciclopedia del Español en los Estados Unidos (Santillana, Madrid, 2008) y en el
Diccionario de Americanismos de la Asociación de Academias de la Lengua Española. Es miembro del PEN Club de Escritores Cubanos en el Exilio, Númerario de la Academia Norteamericana de la Lengua y Correspondiente de la Real Academia Española.