sábado, 3 de julio de 2010

Sergio Ramírez en el vigésimo aniversario de la revolución perdida



Por Adriana Herrera

En 1999, Sergio Ramírez publicó el libro de memorias Adiós muchachos evocando el lapso entre ese mediodía del 20 de julio de 1979 en que “las columnas guerrilleras entraron en triunfo a la Plaza de la República en Managua” para celebrar con la multitud “la gran fiesta de sus vidas”, y el fin del sueño sandinista. Este año, en febrero, justo en el mes del vigésimo aniversario de la derrota electoral de 1990, en la que “por primera vez en la historia de Latinoamérica una revolución que había llegado al poder por la fuerza de las armas, lo dejaba por la fuerza de los votos”, el ex vicepresidente sandinista al que la derrota política permitió convertirse en una de las voces mayores de la literatura hispanoamericana, leyó un texto, aún inédito, titulado The Lost Revolution (La revolución perdida).

Por ironías de la historia, si se piensa en el papel que en esa derrota jugó la devastadora guerra que desató la “Contra” financiada por el gobierno de Reagan, el escenario de lectura de ese ensayo fue la Florida International University de Miami, una de las ciudades desde las cuales operaban sus líderes. En 2009, recibió el Robert Kennedy Profesorship in Latin American Studies de la Universidad de Harvard, donde hay avidez por revisar el papel de Estados Unidos en la historia del continente.

Lo cierto es que Ramírez, protagonista de uno de los capítulos más estremecedores de la historia del continente –líder del grupo de los Doce que desde Costa Rica minó la dictadura de la dinastía somocista, vicepresidente del gobierno de la Revolución desde 1985 hasta la derrota, y candidato presidencial del Movimiento Renovación Sandinista, MRS en 1996, su último intento de salvar los sueños del naufragio- tuvo siempre como destino paralelo “el oficio más viejo del mundo”: la escritura. Y ésta, si es honesta y afilada, como la suya lo es, encara los matices de la historia. El novelista puede entrar hasta el lugar de la conciencia más recóndito y humano de personajes a los que el político habría considerado sólo desdeñables antagonistas.
En su caso el ser arte y parte de la historia que ha novelado, sabiendo que quien sostiene la pluma después de haber pasado por el poder ha perdido toda inocencia para siempre, ha aguzado la urgencia de plasmar mundos totales. Su intento ha supuesto la lúcida reconstrucción de la memoria de “la Nicaragua total”. Algo que implica apartarse de “la escritura de facciones”.
El balance de su visión sobre la utopía sandinista abre caminos de reflexión no sólo sobre esa Revolución perdida de la que ha sido un cronista testigo que sabe que su memoria no agota un recuento que completarán las generaciones venideras, sino sobre el presente y el futuro del continente.

De Adiós muchachos a la voz de la tribuna

Sergio Ramírez, sabe, por experiencia, que “el poder está escindido entre lo que aparece a la luz del día y lo que permanece en la sombra”. En su novela Sombras nada más narró el delirio de la dictadura sintetizado en la escena –tan delirante como real- del instante en que Somoza, rodeado de mujeres desnudas y de hombres de su confianza, defeca en una piscina y nadie sale del agua porque hacerlo sería una ofensa imperdonable. Pero también confrontó las oscuridades de la revolución Sandinista que fusiló a un magistrado que sólo ejerció el derecho civil, o que borró del acta de sus ``juicios populares'' toda memoria incómoda. Durante el juicio popular de Alirio Martinica –su protagonista- las multitudes, sedientas de revancha ante la cruenta injusticia social, olvidan que este funcionario de Somoza arriesgó su vida escondiendo en su propia casa al sandinista Ignacio Corral y lo condenan a muerte. “Una literatura oficial del Sandinismo ya estaría seguramente olvidada a estas alturas”, afirma.
En Adiós muchachos Ramírez admitía que los genios militares improvisados por la revolución no tuvieron oficio útil en el poder y muchos se vieron relegados y no pocos cayeron en el alcoholismo. En La revolución perdida evoca la muerte, en una ridícula pelea de cantina, de Manuel Salvador Monge, El Chirizo, uno de los héroes anónimos del Sandinismo. Uno de aquellos que no participaron en la Piñata que siguió a la derrota electoral –a la cual no sucumbieron Edén Pastora ni Ernesto Cardenal ni el mismo Ramírez, aún sin fortuna- que convirtió, gracias a la corruptela vertiginosa conocida como “La Piñata” a los antiguos dirigentes sindicalistas en los nuevos ricos y, con el tiempo, a varios de los mismos líderes que buscaban “la santidad” del sacrificio revolucionario en aves de rapiña. El tono de este ensayo ha derivado de la nostalgia y la confesión de parte de las memorias, a la denuncia sin cortapisas. Muestra el asco frente al modo en que las viejas prácticas contra las que una vez se alzaron los sandinistas ahora se extienden hasta tal punto que un visitante que arribe al país por primera vez, le resultaría difícil imaginar que alguna vez hubo allí una revolución. “No hay trazos visible, excepto por la creciente retórica confusa de Daniel Ortega”, asegura. “Y, pero, aún, Nicaragua nunca ha experimentado una semejante inequitativa distribución de la riqueza, no ha tenido tanta gente pobre”. En un país donde 70% de la población tiene menos de 30 años y una inmensa mayoría se alimenta con menos de dos dólares al día, la memoria de la Revolución es precaria o ausente. Y el juicio de quienes una vez la vivieron es polarizado como siempre.

En su última novela, El Cielo llora por mí, bajo capas de humor, lenguaje popular, y el eficiente relato de una novela de detectives hay un matiz apocalíptico que anuncia lo que espera a Nicaragua de no cambiar el rumbo. En su recuento de La revolución perdida, el que habla sigue siendo el líder que juró no volver nunca a la trinchera de las luchas políticas, pero que de nuevo se dirige a una tribuna para impugnar. Y denuncia.

Sin cortapisas

Catorce años después de haberse postulado –contra la oposición de su familia- como candidato del MRS, consciente de que cuando “el Sandinismo perdió su crédito moral, lo perdió todo”, Ramírez, curtido en decepciones, consciente de que también el poder que confiere la literatura es “otra sombra” advierte que con los recursos provenientes del petróleo se está viviendo en Nicaragua la tercera –y más aguda fase- de La Piñata. Según denuncia sin cortapisas: “Ese dinero no está yendo a los cofres del estado, sino a Alba-CAruna, una compañía privada bajo el control de Ortega y de su familia. Usando los recursos económicos venezolanos y con la complacencia de Chávez, la familia Ortega compró este año en enero Telenica Canal 8, un canal de televisión independiente, sólo con el propósito de sacar del aire al periodista independiente Carlos Fernando Chamorro... Obviamente, la intención es controlar los medios independientes”.

Ramírez evocó que el presidente Ortega reanudó los viejos pactos de caudillos y en 2000 se alió con Arnoldo Alemán, sentenciado en 2003 a 20 años por lavado de dinero, pero sobreseído por la misma Corte Suprema que aumentó su número a 17 miembros, “un número escandaloso para un país pobre” y que consideró “inconstitucional” la prohibición de la reelección. A su vez, Ortega se atribuyó el poder de firmar un decreto que prolonga los períodos de todos los magistrados, incluidos los jueces del Consejo Electoral.

Entre las reflexiones sobre el continente, Ramírez remarcó la importancia de la consideración de Lula da Silva acerca de la falacia de creer que hay democracia burguesa y una democracia popular: “sólo hay una clase de democracia”. La idea de que la alternación en el poder pertenece a la primera categoría es falsa. Esta visión marca para Ramírez, “la gran diferencia entre los líderes latinoamericanos en el poder de hoy” y alerta contra la falsa necesidad de reformar las constituciones para reelegirse indefinidamente. “Una vez más nos encontramos frente al líder irremplazable, el iluminado que sabe lo que el país necesita… y que proviene del fondo oscuro de la historia latinoamericana, del abismo de una sociedad patriarcal”.
La larga experiencia sandinista le permite profetizar errores históricos. Juzga nefastas las expropiaciones arbitrarias que a la postre acaban en la acumulación de nuevas fortunas. “Cada vez que veo lo que Chávez está haciendo en Venezuela me hago la reflexión de que “ya vi esa fotografía”. Yo sé a dónde está yendo, porque reconozco desde mi larga experiencia, los errores más fundamentales que cometimos en Nicaragua. Y cada vez que veo a Chávez repitiéndolos, sus opciones en el poder disminuyen.

Veo una enorme diferencia entre Nicaragua y Venezuela. En este último país hay un amplio apoyo popular a Chávez, pero también hay una real oposición. “Esto no ocurre en Nicaragua, donde la oposición está desorganizada, muchos temen sus represalias y el liderazgo es muy débil”.

Está convencido de la necesidad de librar una lucha tenaz en Nicaragua para rescatar la independencia del sistema judicial, impedir la sucesión familiar y preservar la libertad de prensa. En suma, para que la sombra del caudillo no se extienda décadas enteras. “Creo que el líder real de lo que está ocurriendo en Latinoamérica es Chávez, no Castro. Castro es la sombra detrás de cada paso que Chávez y Ortega están tomando, pero ya no actúa como hace veinte años. La dinámica gira en torno a la asociación de Chávez con los presidentes de países de Latinoamérica como Bolivia, Ecuador y Nicaragua. Hay una batalla para que los diferentes gobiernos se asocien al proyecto de Chávez”.

Uno de los aspectos más importantes de sus consideraciones es que lo que está en juego es el afán que se extiende en el continente de perpetuarse en el poder tanto como sea posible. “La lucha en el continente es entre el autoritarismo y la democracia. Ya no es cuestión ideológica, porque el mismo peligro se ha dado en Colombia. Y el mejor ejemplo lo ha dado el del presidente Lula Da Silva que tiene más de 80% de apoyo y que firmemente renunció a la posibilidad de la reelección por tercera vez”.

Finalmente, en las conversaciones que sostuvo con distintos grupos académicos, Sergio Ramírez planteó otro punto clave para el continente: mientras la OEA tiene provisiones para contrarrestar los golpes de estado, no existen medidas para los gobiernos legítimamente elegidos que violan la constitución. “Esa es una diferencia crucial”. No se levanta el mundo frente a los intentos de perpetuación en el poder.
Sergio Ramírez ha novelado capítulos cruciales de la historia de su país porque como los cronistas “estuvo ahí” y sabe que el cerco del olvido acecha igual sobre lo heroico y lo tenebroso. En las afirmaciones de La revolución perdida, abandona la ficción para ejercer de otro modo la necesidad esencial de la cual surge la escritura: “La certidumbre de que uno ve a su alrededor, algo que a menudo nadie más parece percibir y que si no fuera por uno los demás no se enterarían”.


Adriana Herrera (Bogotá, Colombia). Escritora de arte y literatura. Se desempeña en la sección de Artes y Letras de El Nuevo Herald y colabora para diferentes publicaciones de Estados Unidos, Europa y América Latina. Cursó estudios graduados en Ciencias de la Comunicación y estudió paralelamente filosofía, además de cursos de especialización en arte y literatura. En la actualidad se encuentra realizando la tesis doctoral en Literatura Hispanoamericana en la Universidad Internacional de la Florida

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