viernes, 12 de marzo de 2010

El Borges de María Kodama


Por Adriana Herrera

De ese escritor inmortal que es Jorge Luis Borges –y del libro infinito con el que siempre soñó, quizás sin comprender que él mismo era su creador- nos parece que lo sabemos todo. Su fascinación por los relojes de arena, los mapas, los laberintos, la tipografía del siglo XVIII, la circularidad del tiempo, el preciso azar, los senderos que se bifurcan, el relato poderoso del instante en que un hombre se convierte en otro, las sagas islandesas, las mitologías del arrabal, y en suma, la inagotable maravilla que le permitió emprender la tarea de escribir las más perdurables enumeraciones del mundo.
Pero del otro Borges, del íntimo e inaccesible que se imaginaba destinado a perderse; del que se reconocía más “en el laborioso rasgueo de una guitarra” que en sus libros; del Borges que debió divertirse como un niño con la magnífica burla intelectual había ingeniado en el cuento Pierre Menard, autor del Quijote, donde los teóricos ven la clave de la posmodernidad; del Borges de humor irónico, de sus bromas o caprichos, poco o nada sabemos. El único rastro que tenemos de ese otro Borges, es el de ese hilo de la memoria que sostiene María Kodama desde la tarde de junio de 1986, en que murió en Ginebra, la ciudad de sus antepasados, a donde se refugió cuando en medio de una travesía, sintió que también él iba a morir “como murieron las rosas y Aristóteles”.
La precoz niña de ascendencia uruguayo-japonesa que antes de cumplir diez años escuchó sobrecogida a la maestra de inglés que le leyó las líneas finales de Two English Poems, quizás el más bello de sus escasos poemas de amor, en donde Borges ofrece a una mujer su soledad, su oscuridad, “el hambre de su corazón”, e intenta sobornarla con su incertidumbre, con su extravío y su derrota, compartió con él un destino extraordinario.
Lo conoció en 1953, a los 16 años, cuando se convirtió en su alumna de literatura inglesa, sin adivinar que un día, su propia voz de mujer –semejante a un tenue rumor de agua- sería para un Borges casi ciego el único sendero de regreso a las páginas de R.H. Blyth sobre el zen en la literatura inglesa o en don Quijote, y a los inagotables pasadizos de la infinita biblioteca que fue uno de sus universos.
María Kodama fue su Beatriz y su Virgilio en los paraísos e infiernos de los libros, y fue también la guía de este último Homero en las ruinas del laberinto del Minotauro. “María y yo –escribió Borges- nos perdimos en aquella mañana y seguimos perdido en el tiempo, ese otro laberinto”. Por eso las fechas son imprecisas en las fotografías donde quedó un registro luminoso de la suma innumerable de los lugares del mundo a donde viajaron juntos.
En las paredes de ARTeria, donde se exhiben numerosas fotografías de ese álbum de viajes único en la muestra Atlas de Borges -que se trajo a Ciudad de México con el apoyo del Ministerio de Cultura de Buenos Aires y de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges- hay dos textos escritos por él que parecen contradecirse y sin embargo ofrecen una clave secreta de su relación. El primero dice: “No se requieren fechas ni nombres propios. Basta lo que inmediatamente sentimos, como si se tratara de una música”. El segundo en cambio evoca: “Yo pronuncio ahora su nombre, María Kodama. Cuántas mañanas, cuántos mares, cuántos jardines del Oriente y del Occidente, cuánto Virgilio”.
Hay otra contradicción aparente que se disuelve en este Atlas: frente a la sombría declaración del poema Remordimiento: “He cometido el peor de los pecados: no he sido feliz”; surge la imagen del Borges a quien ni la vista nublada, ni la torpeza del bastón le impiden una intensa comunión con la felicidad. En algún lugar del África, sus dedos tocan con avidez una Yamaha eléctrica (amaba a Pink Floyd y a los Beatles, además del jazz y los viejos tangos); en Pekin, asiste a la ópera; posa muy erguido junto a un caballito blanco de carrusel; se expone al viento en un viaje en globo; recorre extasiado templos budista y jardines japoneses “donde el agua y la piedra, no importan menos que la hierba”; se disfraza con la máscara de un rostro felino; y se retrata en cada lugar deja constancia de que “para no ver no es imprescindible estar ciego o cerrar los ojos”. Él ve porque está abierto al misterio inagotable de la tierra y sus limitaciones no le impiden el insaciable placer de la curiosidad. Así prueba incontables veces “el sabor misterioso de la dicha”. Es ante todo la memoria de ese sabor lo que María Kodama quiso evocar en El Atlas de Borges que la trajo a Ciudad de México, a donde llegó para la inauguración, como su propia forma de constancia de que el largo viaje que emprendieron juntos no ha terminado.

En esa imagen de la brioche que usted le compró a Borges en una panadería en París, él ve el arquetipo de esa golosina. ¿En qué momento dejó de ser su discípula para convertirse en otra buscadora de arquetipos?
Desde chica tenía también esa pasión de descubrir cosas, y esa curiosidad era justamente una de las cosas que hacía nuestra conversación riquísima. Nos divertíamos haciendo discusiones al estilo medieval donde se pone un argumento y hay que decir todas las cosas a favor para luego cambiar de posición. Creo que uno puede lograr algo tan especial cuando uno el alma está abierta a la pasión, que no es sólo la del amor, sino la pasión intelectual, la inagotable curiosidad por el mundo.

¿Tardó mucho en darse cuenta de que estaba enamorada de Borges?

No. Fue en un momento como el que usted puede haber vivido. El primer tema que me dedica con mi nombre es aquél que se titula la luna y que termina diciendo: “Mírala. Es tu espejo”. Él amaba ese misterio de la luna que asociaba conmigo.

¿Ya sabía usted que lo amaba cuando él se casó con Elsa Astete?
Nosotros teníamos una relación antes. Yo no quería casarme. Sucedió algo semejante a la historia de Sens and Sensibility, de Austen. Cuando vi el film recordé esa situación y me reí muchísimo, y me decía ¿por qué me rio de algo que fue terrible? Me reía de lo que fue nuestra situación: él pensaba que yo me casaba y entonces fue él quien se casó. En algún momento contaré esa historia.… Ella no era en absoluto una mala persona, aunque del mismo modo en que me atacaron a mí, la atacaban a ella. No era justo. Lo que pasa es que eran dos universos distintos. Ella hacía todo lo que una señora normal hace para encantar a su marido, pero en ese caso el marido era una persona con una imaginación desbordante que amaba la lectura. Cuando Borges me decía, “Casémonos” yo le decía que no era posible: yo no sé cocinar, no iba a ser madre tampoco. Ella era una persona normal, tradicional; yo no. Y tampoco él. Así que ese matrimonio fue una cosa realmente pasajera. Pero incluso en ese tiempo nos veíamos todos los días. Y yo era la única mujer a la ella le permitía la entrada a la casa.

¿Va a escribir alguna vez su historia de amor con Borges o morirá sin haberlo hecho?
Yo pienso vivir como los japoneses, cuyo término de vida es de 110 años. Así que calcule todo el tiempo que tengo para esa aventura que es la vida y que es la escritura.

Hay una fotografía en Japón donde ambos comtemplan un caldero con humo. ¿Dónde la tomaron?
Fue antes de entrar a un templo Senjoji en Asacusa. Fuimos junto al Japón y recorrimos varios lugares muy interesantes. Fue un viaje en que descubrí muchas cosas de mí misma. Compartíamos además la pasión por el Haikú y a Borges le interesaba el Bushido de los antiguos samuráis y veíamos representaciones de teatro. Él decía que era único país civilizado que quedaba en el mundo porque allí no había nada impuesto, ninguna agenda. Cada día le preguntaban qué quería hacer. Lo mimaron horriblemente y yo le decía: “No es que sea un país civilizado; es que lo malcrían”.

Hay una imagen en que ambos están sentados sobre una roca y usted juega a ponerle sobre la cabeza una rama florecida que en otra foto él llevaba en la mano. ¿Cómo fue ese instante?
Eso fue en Italia. Vimos un laurel y no recuerdo quién le hizo una broma con el laurel y él decía que no estaría mal obtenerlo porque siendo así entonces podríamos viajar mucho. Entonces yo le decía (mientras le ponía la rama sobre la cabeza) “No importa, Borges, ahora va a ser el poeta laureado. Nos divertimos mucho”.

Se extraviaron en el laberinto de Creta…
Sí, porque a él se le ocurría andar solo y además nos dejaban ir en otros momentos que no eran los de los demás turistas. Eso era muy lindo por una parte y por otra generaba un poco de angustia. A él le encantó perderse un rato y además se sentó, muy feliz, en lo que pudo haber sido el trono de Minos. Él adoraba Grecia.

Escribió un texto bellísimo en el que dice que nuestro hermoso deber es imaginar que hay un laberinto y un hilo, aunque el tiempo lo haya borrado. Imagino que viajaban como retornando a otros tiempos.
Sí, sí. Realmente todo se muerde la cola. El tiempo es también la experiencia de saber que va a quedar con nosotros lo que tiene que quedar y va a partir lo que tiene que partir aunque no deseemos que parta y saber eso también permite pronunciar el nombre de la felicidad en el instante.

¿En qué lugar fueron particularmente felices?
Pienso en cuando nos encontramos en Islandia al fin. Habíamos empezado a estudiar el islandés cuando yo tenía 20 años, no lo sé, porque primero vino toda la historia del mundo anglosajón. Él me decía: “Tenemos que aprender islandés, porque es el latín del norte”, así que lo estudiamos y luego hicimos un pequeño libro traduciendo los antiguos mitos. Y hubo un azar único y es que había entonces un islandés que quería reinstalar en Islandia el culto de Odín –tuvimos un gato que se llamaba así- y en cuanto Borges se entera me dice inmediatamente que tenemos que ir a verlo. Y entonces nos llevaron y el hombre hizo un rito inventado por él, una ceremonia de casamiento del que no quedaron registros, pero que fue una cosa maravillosa. Eso fue en los setenta, después de su divorcio, ya no recuerdo, porque vivir de ese modo incluye no fijar fechas para no cortar el flujo de ese caudal en el que no miras si es lo pasado o lo presente.

Además de ese silencio sobre el tema de Dios, expuesto en Argumento Ornitológico, hay algunos pocos poemas en los cuales Borges afirma su existencia.
Ambos éramos agnósticos, pero él me decía de todas las religiones la más lógica era la que contemplaba la reencarnación. Entonces, jugando, me decía: Comprometamos a que vamos a reencontrarnos si existe”. Y yo me reía y le decía: “Sí, claro, por supuesto; pero voy a serle sincera: en la próxima vida seré científica”. Y él, agarrándose la cabeza me decía: “No me diga eso”. Y yo le respondía: “Usted, como Espinosa, quiere perdurar en su ser, usted quiere volver a ser escritor”, y él me decía: “Por supuesto. Y usted, ¿quiere ser científica?”. Yo lo pensaba seriamente porque la ciencia es la materialización de la imaginación al servicio de los demás. A él le fascinaba la ciencia, pero para transformarla en literatura.

También el humor es una manera borgiana de estar en el mundo
Claro. Borges era una persona irónica, pero sabía divertirse y le gustaba hacerlo.

Hay una fotografía preciosa en la que está su silueta en un umbral y el extiende el bastón al otro lado y éste tiene un halo de luz. ¿Dónde la tomó?
Oh, sí, Borges está subiendo esa escalera que hay en Ginebra que comunica la ciudad nueva con la ciudad antigua. Le encantaba ascenderla porque era una escalera entre dos ciudades y yo le tomé la foto en el momento en que estaba saliendo al otro lado.

¿Recuerda algún relato que surgiera en medio de sus viajes?
Hay uno que es muy extraño. Estábamos en Estados Unidos y se despertó una mañana y me dijo que por favor le copiara un poema que quería escribir. Entonces me dictó ese poema que tiene un título en alemán, Ein Traum, que significa “Un sueño”. Él vivía corrigiendo interminablemente todo y en determinado momento me di cuenta de que ese poema no lo había corregido nunca. Fue muy divertido porque entonces le pregunto si considera que es un poema perfecto y él me dice que no, que no lo considera perfecto, pero que no puede corregirlo porque ese poema le había sido dictado por Kafka en el sueño, así que hasta que Kafka no le ordene cambiar algo, él no puede tocar ni una letra.
Esta entrevista se publicó originalmente en la revista Poder.


Adriana Herrera (Bogotá, Colombia). Escritora de arte y literatura. Se desempeña en la sección de Artes y Letras de El Nuevo Herald y colabora para diferentes publicaciones de Estados Unidos, Europa y América Latina. Cursó estudios graduados en Ciencias de la Comunicación y estudió paralelamente filosofía, además de cursos de especialización en arte y literatura. En la actualidad se encuentra realizando la tesis doctoral en Literatura Hispanoamericana en la Universidad Internacional de la Florida.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No en todas las esquinas se respira cultura y buen gusto, pero en la de Joaquín Gálvez si. Gracias Borges. Adriana.