Por Ángel Velázquez Callejas
Al estilo e impulso poético de un Robert Musil (El hombre sin atributos) y con el temperamento literario de un Hermann Broch (Los sonámbulos) llega por fin la “buena nueva” de la literatura cubana. Presidido por esa soberbia interpretación sobre la irrealidad del mundo, sobre la que Nietzsche afirmara que es probablemente “el hombre más independiente de Europa” y en la que creía haber sobrepasado y trascendido la embustera metafísica del mesianismo occidental, emerge ahora a la superficie de la ciudad letrada moderna la originalidad iconoclasta de Marja y el ojo del Hacedor (Neo Club Ediciones, 2013), la novela más soberana de la literatura cubana. Presentada en tres partes, 1) la imaginación, 2) la irrealidad de la imaginación y 3) la realidad, la novela constituye un presagio casi evangélico, sin ditirambos y más allá del discurso mítico de “la historia me absolverá”.
Lo que el autor de esta novela, Manuel Gayol Mecías, ha plasmado en más de 300 páginas, es toda una ruptura vertical con la historia de un discurso; ha interpuesto una desavenencia explícita contra la metafísica de cinco décadas de ideas revolucionarias en Cuba. Ha expresado magistralmente, de un modo sutil y metafórico, mediante la exquisitez del lenguaje literario, la caída de un sueño, la verdad de un estar dormido desde su propio peso onírico. Pero para que suceda esta caída, para que el velo de la fantasía revolucionaria o ideológica haya sido retirado de la mirada y el comportamiento del espectador, hacía falta por supuesto la presencia de un Hacedor, la inspiración de un creador de lo increado y el impulso poético de un ojo trasparente, sin nubes ni polvo, capaz de recrear la realidad oculta de la vida de Marja, de esa vida que aporta el ámbar de la fenomenología contraria al discurso mesiánico.
Desde luego, en la larga tradición literaria cubana siempre ha primado el hacedor sin libertad, el creador sin creatividad, el espectador. En este sentido, se trata de un supuesto hacedor que irá sufriendo en sí mismo las interpolaciones personales y colectivas de la cultura y las ideas en Cuba: es decir, algún que otro condicionamiento metafísico, ideológico o culterano se impondrá con rizoma entre el hacedor (que no es un hacedor, sino un interpretador de segunda mano) y la realidad histórica observada. Sin embargo, el Hacedor de las crónicas marjianas no necesitará interponer nada al respecto, sobre todo después de que el pensamiento y las propias crónicas se paralicen ante el flujo continuo de la observación pura, al menos después de entrar en la tercera parte de la novela. Es así como en “Otredad del ámbar”, uno de los capítulos más significativos del libro, el ojo del Hacedor queda sin ojo y la observación conceptual y fenoménica sin objeto. Entonces se llega al clímax, a la “buena nueva” de la literatura, como lo presagia la impactante declaración del Hacedor: “…pero los dioses imaginarios van quedando en el olvido; al menos, ya no me ocupan de pesares como antes. Ellos se van diluyendo en mi interior y me he liberado de sus influencias e imposiciones”.
Ni los “dioses imaginarios”, ni Marja, que es el personaje inspirador por el cual se desarrolla casi la totalidad de la novela, pueden interrumpir la libertad última del Hacedor. Porque de eso se trata a fin de cuentas, de una búsqueda de la libertad individual más allá incluso de los sueños personales sobre la libertad; de una ruptura no solo con Marja, sino con el propio Hacedor cuando cae el velo operativo de los dioses imaginarios. Ya no se accede más a una literatura en estado puro y esencial que se mantenga presa bajo una eucaristía del discurso ideológico y religioso de la patria, a nombre de esos “dioses imaginarios”, a partir del “Sempiterno” y el “ego de Falexdel”. Se trata de apagar un sueño individual y colectivo.
Por tal motivo, por no existir esa última separación entre el Hacedor y la Nada, es que se produce un “espectador” que elabora una tendencia literaria basada en la comunión de resentimientos y protestas, pero condicionada por ese discurso edificante que yace malintencionado y que Marja (bella y deseada) intuye (y asume) mejor que nadie desde el primer día en que el Hacedor la descubrió en el lobby del hotel. Un descubriendo que avivará la historia, la secuencia narrativa, por la cual se pasará a contar las experiencias cismáticas del Estudiante, Joel, Gladys, El Flautista, Hermelindo y el Sempiterno, todos personajes paradigmáticos que darán prueba y testimonio sobre la existencia metafórica de la “Empresa”, esa ardua y simbólica maquinaria productora de ideología de masas.
Ya “En el umbral de la nada”, capítulo 37 de la novela, vemos que el “ojo invisible del Hacedor” ha necesitado tomar distancia y deslindar los objetivos de la búsqueda, cuya exploración responderá finalmente a una enigmática pregunta por parte del mismo Hacedor: ¿quién es esa persona o entidad que recuerda durante el sueño? ¿Es el mismo Hacedor? ¿O es la nada observándolo todo? ¿Es que se impone una búsqueda interna a partir ya no del “ojo” sino del “otro”, de esa identidad que a ciencia cierta no sabemos si yace oculta al cuerpo y a la mente del Hacedor? No lo sé.
Lo interesante es que ahora ni Marja ni la Empresa ni Falexdel ni los dioses imaginarios forman una realidad auténtica para el fallecido ojo del Hacedor, sino un sueño creado por este. Al darse cuenta de que es un sueño, de que alguien ha recordado que el mundo que se representa en el interior es “maya”, surge el sentimiento de la “buena nueva”, de la independencia total, de que ya no hay más nada que contar al respecto. Entonces el espacio queda libre de obstáculos y el Hacedor se yergue, libre y soberano como un acróbata, para comenzar a ejercitar el Gran Salto hacia adelante.
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