Sindo Pacheco y Las raíces del tamarindo
Por Rodolfo Martínez Sotomayor
Acercarse al autor de un libro que nos guste puede
ser una osadía peligrosa, la decepción suele estar al acecho a la vuelta de la
esquina.
Con Gumersindo Pacheco es todo lo contrario. Aunque
se trate de la presentación de su novela y no de un panegírico o una campaña
política. Me resulta notorio que coincida tanta gente en decir de él: “El
guajiro es buen escritor y buena gente”. Lo novedoso no es sólo cuantos lo
dicen, si no que se trate de escritores los que lo digan, un oficio no muy
pródigo en halagos a colegas.
Lo
que nos apasiona al leer refleja a veces nuestras tendencias, nuestras
inclinaciones no siempre conscientes. El personaje central de Las raíces del tamarindo, llamado Tony,
es un adolescente al que le duele crecer como el origen mismo de la palabra.
él busca la evasión a través de los
libros, el escape a una realidad que resulta brutal para sus ojos. Un refugio,
placentero además. Al iniciarse con lecturas como El Principito, también descubre el poder humanizador de la
literatura. “A uno le dan deseos de ser bueno cuando lee algo así, le dirá
Maité a Tony después de regalarle el libro. Por cierto, es aquí donde pensé en
esa confluencia entre la obra y el autor. También en la misteriosa coincidencia
que fuera un día como hoy el nacimiento de Antoine de Saint-Exupéry, un especie
de santo patrón de aquellos que como Gumersindo Pacheco, son capaces de
escribir una literatura juvenil para adultos, que nos reviste con la piel del
niño o el adolescente que hemos sido o que hemos querido ser.
Las raíces del tamarindo es
una novela lineal, con un lenguaje limpio, certero. No hay en ella grandes
elucubraciones filosóficas. Sin embargo, son los diálogos y las situaciones
creíbles los que nos hacen pensar. La literatura, entre otras, tiene la
capacidad fascinante de dejar registrado una época que se hace más lejana con
el tiempo. La realidad de un pueblo del interior de la Isla queda atrapada en
una novela como Las raíces del tamarindo; la memoria espiritual de su tiempo;
los matices que no recogen los libros de historias y la vida que no cabe en
fotografías de limitados espacios geográficos.
Si
en la novela El beso de Susana Bustamante,
Gumersindo logra en el lector una
regresión a esa infancia perdida de
aventuras y sueños, de las primeras trampas, del primer amor –que aún no
llevaba ese nombre y era sólo la necesidad, el deseo naciente de unos labios de
mujer en una niña–; si ya se vislumbraba el autoritarismo y la censura; si los
libros de muñequitos se iban haciendo subversivos; si todo lo vemos a través
del prisma de la inocencia, en Las raíces
del tamarindo se ha perdido esa inocencia. La escuela es rechazada como
todo símbolo del orden impuesto. Tony sufre sin precisar las razones, pero
descubriéndolas poco a poco. El drama nacional se devela con una naturalidad
que, para disfrute del lector, no pierde la frescura de una novela juvenil. Un
logro peculiar en la narrativa de Sindo Pacheco, aun cuando la intensidad
dramática de ciertos diálogos nos hablen de la crudeza de aquellos días:
Fragmentos de lo que le cuenta su amigo Rafael ilustran lo anterior, él le
dirá: “… Mi abuelo tenía una finca al pie del Escambray. Y cuando estaban allí
los alzados contra el gobierno, le quitaron la tierra y todo lo que tenía, y lo
mandaron con mi abuela para Pinar del Río, en la punta del país. No sólo a
ellos, enviaron para allá a cientos de campesinos… Para salir de allí a visitar
a sus hijos tenían que conseguir un permiso especial. Nunca más pudieron volver
a su finca”.
En Las raíces del tamarindo, se percibe
el sufrimiento de la migración, aun
cuando la prosperidad económica o la asfixia política la justifiquen. La respuesta del Abuelo de Tony a la interrogante de por qué no regresó a
Canarias es proverbial y precisa, él nos dirá entre otras cosas: “Tengo miedo
de romper el recuerdo que me queda. Tal vez las cosas allá hayan cambiado
demasiado. No me arrepiento de haber venido porque tengo una familia, pero
abandonar la tierra es como negar a Dios. Por alguna razón Dios nos puso en ese
punto del mundo, por alguna razón pertenecemos
a él, como los árboles y las hierbas, como los animales”.
Una
visita a la cárcel, al padre preso, es un pretexto del autor, para adentrarse en ese desgarramiento familiar
que provoca en las víctimas, la cárcel, pero este narrador convulsivo va más
allá. Sus juicios, más que políticos son humanos. El dolor del hombre es el
mismo en todas partes, dándole así un
sentido de trascendencia a su literatura.
La
narrativa de Sindo no está exenta de humor, de una mordaz ironía. La
descripción del adolescente Tony procurando devorar una croqueta que se pega al
cielo de su boca nos arranca una sonrisa amarga. Que se encuentre en las
primeras páginas puede resultar casual o es una introducción a las calamidades
cotidianas que irán aumentando en proporción ante los ojos de Tony. No hay
adjetivos que sobren para describir la escasez, no hay ditirambos de la
miseria, tan sólo la imagen detallada
de un
adolescente tratando de desprender
una croqueta
–comprada
en un establecimiento estatal– que se le ha pegado sin remedio al cielo de la
boca. Sindo posee la habilidad de un
narrador, que conoce muy bien las herramientas de su prosa, sabe además que las
zonas más oscuras no carecen de luz
Y
allí están el campo y la finca de los abuelos para darnos esa claridad del
paisaje, el amor de Maité, el nacer de ese sentimiento, la agradable sensación
de escuchar la lluvia en el campo, la contemplación de un amanecer donde el sol
emerge como una mancha rojiza, el esplendor de los platanales, los pastos, el
maíz, el ganado, bandadas de aves que iniciaban su peregrinar surcando el cielo
pálido, las palmas reales, las flores, trinos de pájaros que llegan de los
arbustos cercanos; grupos de campesinos que a lo lejos inician su faena.
Todas
esas bucólicas imágenes se entremezclan, como la propia vida, con la crueldad;
desde los detalles del sacrificio de un cerdo que muere lentamente hasta la
imposición de ideas y vocación padecidos por Tony en la escuela.
Las raíces del tamarindo, es
una novela que además del placer estético de su lectura, hace que habitemos
junto a los fantasmas de su autor. Transmite emociones y ellas superan la
temporalidad. Degustarla no es sólo acercarnos a la enigmática distancia que
nos separa del adolescente que fuimos. Es entrar en el deleite incomparable de
leer una historia bien contada. No se le puede pedir más a un autor, sólo queda
agradecerle a Sindo por escribirla y convidarlos a ustedes a comprarla. No se
arrepentirán.
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