Por Luis de la Paz
Me dio la dirección exacta y la llave de su Chevette, para que yo condujera. Mientras me aproximaba a la 17 Avenida por Flagler, Carlos Victoria, con esa excesiva precaución que lo caracterizaba, intentaba prepararme para lo que sería mi primer encuentro con Esteban Luis Cárdenas. Es un gran poeta, pero es un marginal. Yo, como Joe Brown (el legendario Bocaza) en Some Like It Hot, le respondía: I Don't Care. Carlos insistía, Es un hombre que sufrió mucho en Cuba, y aquí no le ha ido nada bien, y yo volvía: I Don't Care.
Estacionamos
en un callejón, justo frente a un edificio de dos plantas. Nervioso, Carlos se
apresuró con la clara intención de anunciar con tiempo mi presencia. En el
segundo piso, casi al final del maltrecho pasillo estaba el apartamento. No
había puerta, sino un trapo largo a manera de cortina colgando del marco, cogido
con dos clavos en los extremos para procurar cierta privacidad. La cabeza de
Carlos traspasó el umbral de tela, dejando el cuerpo del lado del pasillo. Esteban, Esteban, llamó. Entra, dijo una voz que no pude retener.
Se abrazaron. Esteban ya sabía de mí, pues la presentación fue este es el escritor del que te había hablado”.
¡Coño!, dijo Esteban extendiendo su
mano. Una mano grande, de dedos muy delgados, huesuda. Intentó justificar el
desorden, pero no le di tiempo. El lugar era sombrío: colchones en el suelo,
una mesa muy pequeña, con, literalmente, un reverbero encima, donde una gorda
americana, de enterrados ojos azules y pesados y esparramados pechos, intentaba
calentar o cocinar algo. En un costado, un negro grande, de abdomen prominente,
se desayunaba una Budweiser. Esteban tenía otra junto a su camastro.
Carlos
movió la conversación rápidamente al tema literario, a los escritores del
Mariel, que poco tiempo antes habíamos llegado a Miami, justo unos meses
después del arribo de Esteban al exilio. En medio del espeso humo que brotaba
de la hornilla, del oscilar de un ruidoso ventilador, las risotadas sin sentido
del negro gigantesco y de la gringa hablando sin parar en su jerigonza, Esteban
sacó unos poemas de un file que guardaba bajo la colchoneta. Leyó. Leímos. Hablamos
de proyectos literarios, soñamos con publicar libros y lograr un espacio, el
espacio que nos correspondía como escritores, pero que en Cuba no pudimos
alcanzar por razones políticas y en Miami tampoco, por circunstancias
económicas. Antes de despedirnos, Esteban, que ya se había tomado tres o cuatro
cervezas (yo ninguna en solidaridad con Carlos que ya luchaba contra el
alcoholismo), dijo: ¡Cojones!, esto aquí hay que festejarlo a lo grande.
Levantó nuevamente el colchón, que era como su armario privado, sacó una marihuana
que prendió y comenzó a fumar con estilo. Absorbía con fuerza, y tras cada
chupada batía la mano cerca de la nariz repetidamente con el pitillo bien
sujeto entre los dedos para sentir cerca el humo y el olor. Con los amigos se comparte y se festeja,
dijo, extendiendo su cigarrillo.
Poco después, el proyecto de la Revista
Mariel tomaba cuerpo aceleradamente. En lo que sería el primer número apareció su
poema Las doncellas en la isla. No
estoy seguro, pero creo que fue el primer poema que publicó en el exilio.
Lo
recuerdo en casa de Juan Abreu y Marcia Morgado, a donde llegó con Carlos Victoria
para revisar la maquetación de ese número inaugural de Mariel que se dedicó a
José Lezama Lima. Sus doncellas brillaron en las páginas de Mariel. Se mostraba
entusiasmado con la naciente revista de literatura y arte; una publicación que dejó
una sólida huella, porque se propuso, y lo logró, servir de puente
generacional, de reconocer la labor de los escritores cubanos que nos habían
precedidos en el exilio y de demostrar, que el éxodo del Mariel, más que un
hecho político y social, fue también un contundente acontecimiento cultural.
Esa tarde, Esteban nos leyó su poema Las doncellas de la isla.
Cortesía: iSawFingerProduction/Neo Club Press
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