Por Reinaldo García Ramos
Para aludir a aquel antiguo anuncio de la Coca-Cola, confieso que para mí la lectura del libro de cuentos de Ernesto G.,
Los relatos de Maurice Sparks, ha sido “la pausa que refresca”. Lo he leído con alivio, con un particular regocijo. Sus páginas tienen un sabor muy diferente a lo que habitualmente producen nuestros narradores cubanos del exilio. Desde las primeras páginas, uno capta ese sabor diferente, las burbujas picantes del refresco, la brevedad calculada, que mata la sed pero que aún deja cierto deseo de seguir bebiendo.
Y es que el autor no pierde tiempo en nada que no le sirva para darnos alivio, para despejarnos del agobio conocido y relajarnos sin pretensiones ostentosas: sus rápidas historias, a veces relampagueantes, dejan a un lado de golpe las solemnidades del sufrimiento, las interminables nostalgias (decenas de páginas para recordar el silloncito en que se mecía la tía Eulalia, y cosas por el estilo), para darnos sencillamente una perspectiva más dinámica, tal vez más acorde con la rapidez de la vida actual y sus ritos.
Sus relatos son eso, relámpagos que estremecen el aire con el anuncio de algún aguacero cercano, chispazos en la oscuridad, que buscan hacernos ver, pero sólo a medias, alguna aventura fugaz, alguna manía íntima, alguna salvajada o depravación, o presentarnos sin mucha formalidad un personaje sospechoso o siniestro, insólito o senil. Este libro no nos atosiga con lloriqueos ni desfiles de víctimas, ni con otras chaturas aburridas de la inmanencia; nos habla sin engolamiento ni severidad, y eso es ya una conquista estilística para un narrador que salió de Cuba en 1995 y que desde entonces vive en Miami.
Pero no nos engañemos: tampoco estamos ante un libro inocente ni ingenuo. Aunque no lo deje entrever demasiado ni con facilidad, este autor se toma su oficio muy en serio. Si bien nunca permite que el tono se vuelva grave ni pomposo ni mucho menos altivo, el lector pronto descubre que Ernesto asume a conciencia la misión principal de una narrativa de esta índole: fabular, inventar ámbitos raros pero creíbles, llevar la mente del lector por rumbos inesperados.
El volumen está dividido en tres secciones. La primera, “Cualquiera es un Maurice”, contiene tal vez los textos menos convencionales del conjunto, y está dedicada precisamente a mostrarnos eso: que el Maurice que da título al conjunto (y que, claro está, es o quisiera ser el propio autor) pudiera también identificarse con cualquiera de los lectores. Son relatos ceñidos, casi viñetas muy certeras, que enseguida revelan su deuda con el narrador argentino Julio Cortázar, en particular con una determinada zona de la obra de este (por ejemplo, con
Historias de cronopios y de famas, 1962). Ernesto se da aquí un paseo reverencial por los “juegos” cortazarianos, a los cuales impregna de una malicia entre líneas, una ironía muy cubana, como si dijera “este rioplatense sabía divertirse escribiendo, pero los tiempos cambian y yo soy un jodedor habanero…” O sea, a la estirpe satírica de los relatos de Cortázar, Ernesto añade una simpatía caribeña, un “no cojas tanta lucha”, y nos entrega en sus descripciones de bolígrafos (tal vez los mejores textos del libro, en términos de riesgo literario y actitud inusual) una serie de retratos psicológicos muy disfrutables. Aunque todos esos retratos me parecen prestigiosos, mi preferido es el que dedica a los bolígrafos de color indefinible, y en ese texto una frase como la que empieza con "En una cueva de Francia..." hasta el final del párrafo (página 19) es un buen ejemplo de que este autor puede emprender en sus próximos libros un vuelo más agudo, y llevar su intención satirizante a sitios más alejados aún del lugar común.
La segunda sección, “La primera vez fue en el carro”, está dedicada a los cuentos sobre sexo, en que el narrador (Maurice o alguno de sus dobles) nos cuenta sus aventuras ocasionales con mujeres de variada índole (incluso con una lesbiana que no lo era del todo). Por supuesto, son breves relatos bastante entretenidos, algunos más divertidos que otros, pero que transitan por terrenos más encharcados y revisitados por otros autores, con peripecias que corren más el riesgo de caer en la banalidad o en la falta de sorpresa. En esta sección ocurre uno de los eventos estilísticos más curiosos de este libro: Ernesto G. podría ser el único narrador cubano (no conozco ningún otro en la actualidad) que utiliza la palabra "pene", correctamente castiza y entalcada y bañadita, con olor a Palmolive, para referirse a lo que los varones tenemos entre las augustas piernas. Es curioso que en ningún momento recurra al catálogo casi infinito que tiene el español popular de Cuba para aludir a ese órgano, ni tampoco a los que ese español atesora para designar, dicho sea de paso, los atributos femeninos. Eso da a los relatos de esta sección del libro una resonancia muy particular, que no afecta la calidad ni el carácter genuino de los textos, pero los substrae a la apoteosis de vulgaridad que suele caracterizar mucha de la narrativa actual del cubano, ya sea de la isla o del exilio. Es como si este otro autor nos quisiera hablar de cochinadas, pero con voz ecuánime y absoluta corrección gramatical.
En la última parte del libro, “Los efectos secundarios”, hay relatos que pertenecen a zonas muy variadas: el autor se asoma a la crueldad, al absurdo, al legado kafkiano y hasta entra levemente en el reino inconfundible de Ray Bradbury. Tal vez por eso los resultados sean tan diversos, o tan desiguales. Al final, tras recorrer gamas estilísticas muy apartadas unas de otras, cierra el volumen con un texto bastante tradicional, "Un negocio redondo", un relato impecable, sellado y limpio, sin duda alguna uno de los mejores del conjunto, pero al mismo tiempo el menos personal, el que menos identifica a Ernesto G. como un autor con intereses propios e imprevisibles. Es como si el narrador se hubiera puesto a experimentar en esa última sección de su libro con distintas navajas recién compradas, para cortar la misma flauta de pan que había estado cortando en días anteriores, y al final decidiera no quedarse con ninguna de esas navajas, sino retornar, sonriendo mordazmente, al viejo cuchillo un poco oxidado, pero aún con filo suficiente, del costumbrismo o a la crónica realista.
De todos modos, una cosa hay que dejar en claro: estos cuentos son, para decirlo en buen cubano, un verdadero vacilón.
8 comentarios:
Habrá que leerlo. Pero confieso que a mí me gusta la vulgaridad. Quiero decir, si es vulgaridad llamarle a la pinga, pinga, y no pene, como dice la gente fina.
Gracias, Reinaldo y Joaquín. Un abrazo a los dos.
Ernesto tiene una narrativa de un tono nada calmo, más bien exaltado en el decir, en el que va narrando con brevedad un mundo intenso. Las primeras historias que me leí no parecían serias, no creo que lo eran incluso para él, después llegaron otras y otras, y el flujo de las historias fueron llevándome asiduamente hasta su página. Un día me encontré con “Un señor me escribe un correo” y tuve el presentimiento de que Ernesto tenia respuesta a las cosas simples en la manera del decir de Maurice, porque hay tanta ficción en el hombre que me cuesta trabajo saber cuál de los dos es el real. Aun no tengo el libro pero me lo ha prometido espero que no haya un poco de ficción en esto. Un saludo Ernesto, te mereces todas estas cosas.
¡Vacilón bien! Muy buena reseña, me la llevo a Face...
Ejemplar reseña, aunque no he leído el libro. Me encanta lo de "correctamente castiza y entalcada y bañadita, con olor a Palmolive".
Adalberto, has dado en el clavo. A veces ni yo mismo sé cuál de los dos es real, si Ernesto o Maurice. Amigo, tendrás el libro y no es ficción. Un abrazo.
Gracias, Tere, por tu apoyo de siempre.
Saludos, Ric.
Ernesto, yo sé que no hay ficción en las palabras de "detrás del telón" de Ernesto y sé que tendré tu libro, por ahora…sigue escribiendo como hasta ahora, y la sea para ti 2012 mejor que él ya bueno para ti 2010. Un Abrazo
Felicidades Ernesto, por el libro, la buena lectura, y a Reinaldo por la reseña.
JC Recio
Publicar un comentario