Por Gabriel Cartaya
No siempre un título tiene la capacidad de sugerir la totalidad del discurso que propone el autor, pero esta vez emerge por cada costado de los dos vocablos. Se trata, desde la primera a la última página de un salto desprejuiciado al interior, si la mirada puede desembarazarse de verdades establecidas, dictaminadas, legitimadas por la racionalidad sistémica con que el pensamiento humano busca desde la antigüedad una explicación al universo desde la mismidad del ser.
Cuando Pitágoras llegó a Grecia hace 25 siglos redondeados, un gobernante local (Leonte, en la ciudad-estado de Fliunte) le preguntó por su oficio y respondió: buscador de sabiduría. Ya entonces se intentaba llegar a la verdad por principios unificados: con el agua los había relacionado Tales de Miletos y el propio Pitágoras los explicaría a través de la música o los números. Pero Ángel Velázquez se ha situado más cerca de los sofistas, cuyo verbo especulativo privilegiaba a la conducta humana en la búsqueda de una explicación sobre el universo, cuyas leyes –creían-- no eran del alcance al intelecto humano. Preferían la retórica, desde la que podía juzgarse que no existe el bien o el mal absoluto y que, de hecho, lo que es bueno para uno no lo es necesariamente para otro.
Sócrates, que a la vez era albañil y filósofo, no tuvo que sentarse a escribir para enseñar a través de preguntas y respuestas e influir en la formación de su más grande discípulo (Platón), quien más tarde sería el maestro de Aristóteles. Para ellos la vida, sin examinarse, no tenía sentido, máxima que encuadra con las búsquedas teóricas implícitas en el libro que ahora presentamos. Mucho líquido (el agua de Tales, en el sentido relacionante) y mucha retórica desde todas las escuelas, ha corrido hasta El salto interior (Neo Club Ediciones, Miami 2011) con que ahora nuestro querido Velázquez propone una lectura otra de la visión del hombre sobre sí mismo, tan inalcanzable como impertérrita en su eterna sed de cosmovisión.
Un salto mortal hacia el interior profundo podría ser un título alargado, tanto por la altura del lanzamiento como por la hondura que alcanza. Tal vez podría objetársele ansiedad por la omisión de peldaños en pos de la rampa hacia el salto, pero la gravitación no es negada en el curso al vacío y el cuerpo alcanza mayor profundidad en el agua otra vez encadenante.
Salto, otrosí, es también el espacio (de conocimiento, esta vez) entre el punto donde se está y aquel al que se llega, como vaso de agua es el contenido líquido interior, más cuerpo envasador. Son las mismas trampas del lenguaje y la razón. En este camino, a pesar de una coherencia relativa que explica la evolución lógica del discurso, pudiera andarse el cuerpo del libro desde el principio o desde cualquier capítulo del mismo. El salto de un capítulo no pierde el interior prometido. Pudiera leerse desde “El engrandecimiento del ego”, donde comienza, recomendable por la presencia de esa sustancia intangible a través de todo el discurso –vuelto un contrasí- , pero igualmente genésico desde los “Espectros de la cubanidad”. Porque salto es también tornatrás. O es saltar, omitir algo que debiera preceder o intermediar. Digamos, saltarse a Hegel para adelantar a Nietzche.
Sombras hay, como en toda obra humana (tal vez también en las divinas), en la complejidad cromática que apunta hacia la luz. Personalmente no creo que Ernesto Hemingway identificara a los pensamientos como basura, como se afirma en alguna línea perdida del libro, por el hecho de haber respondido una pregunta - ¿qué necesita un escritor?-- con un exabrupto típico de él: “extirpar la basura que se acumula en la mente”. Y lo dijo tan desfachatadamente como respondió, con un cojones bronco, a un periodista español ante la misma pregunta. Ambas cosas, de todos modos, las necesita el escritor, en cuyo cerebro, como en la caja de herramientas de un constructor (el símil lo puso Conan Doyle en la voz del célebre Holmes), deben excluirse los instrumentos innecesarios (la basura a que aludía el autor de “El viejo y el mar”, esa novela de la que extirpó cientos de páginas para dejarla en una pequeña joya de la literatura universal). Fue por respeto al pensamiento – y a la estética derivada de él- , que Hemingway escribió 49 veces la última página de “Adiós a las armas”.
También es resbaladiza la afirmación de que José Martí sobreestimara la influencia de Félix Varela en el sentido de ser el primero en enseñar a pensar a los cubanos. Aunque puede afirmarse hasta hoy el legado del autor de las “Cartas de Elpidio” al pensamiento ulterior de sus conciudadanos, la realidad es que Martí estaba recordando una frase con la que Luz y Caballero había evaluado a su Maestro en la discusión filosófica de 1838. Aquella frase, que se fue deformando con el tiempo –como tantas-- aludía a que Varela primero nos enseñó a pensar. Pensar, para hacer (el poeta en actos, que gusta a nuestro autor), un orden que el mismo Martí encarnaría como nadie.
Hay muchos nutrientes en el libro de Ángel Velázquez. Los filosóficos conforman un mosaico de trancos largos, tanto espaciales (Grecia clásica, India, América) como temporales (antigüedad, medioevo, modernidad, posmodernidad), se mueven en “El salto interior” que va trazando el autor con ojo crítico. Cuando son llamados Epicuro, Buda, Nietzsche, Schopenhauer o Heidegger –entre decenas citados-- no es para subordinarse a un canon, sino para discutir con ellos y pelearles algún palmo de la razón.
El tema histórico es ineludible en el historiador de base que 20 años atrás publicó “La hacienda ganadera de Bayamo”, llamando la atención en la historiografía regional cubana por apartarse de caminos trillados del positivismo y de un marxismo tan mal envasado en recipiente soviético. En “El Salto interior”, la segunda parte se ocupa de la Historia. Pero no Historia para contar con hechología probatoria, sino otra vez para enfrentarla con el pensamiento, que es centro de toda la preocupación de Velázquez. Tanto se amarra en esta dirección del discurso, que cuando llama a una anécdota no se la pide a la Historia convencional y prefiere extraerla de un destello, un apunte, un diálogo, aún mitológico, de los autores que privilegia. Pero la verdad, aun con la pregunta incontestada de Pilatos a Jesús, sigue plural hasta el final.
No es posible, en tan poco tiempo, abarcar todo el interior devenido del salto velazquiano, desde la rampa editorial brindada, con calidad visible, por el escritor y editor Armando Añel. Pero no es posible el breve comentario sin detenerse un instante en la poesía, que es el camino más seguro hacia la verdad interior del ser.
Creo que Ángel Velázquez en “El salto interior” ha dado más voz a los poetas que a filósofos, historiadores, pensadores. Tal vez porque son menos doctrinarios y tienen la capacidad infinita de apresar no sólo los sentimientos más íntimos de la naturaleza humana, sino también los caminos más enmarañados de la razón. Cómo conciliar la ubicación del hombre que se siente Dios cuando sueña ( poeta Hölderlin) y el personaje de Dostoievski que ha sido muy feliz despierto. Tal vez porque la felicidad es una sensación de experimentación diversa e irrecetable, como lo es la libertad, tan intangible como aquella. Afincar la conciencia de que raramente se encuentra el camino, frase que en el libro de Ángel nos brinda un poeta hindú (Kabir), no deja de ser un aliciente –si poético, mejor-- para buscarlo cada día.
Salto es también palpitación violenta del corazón. Ese salto del corazón, es también la propuesta de Velázquez en “El salto interior”. Sólo mirar el drama humano de la incesante búsqueda que expresan sus poetas elegidos: José Martí, Juan Ramón Jiménez, José Lezama Lima, por sólo citar tres, traen esa poética del mundo imposible de encasillar o deconstruir, como gusta decirse hoy. Yo, eterno optimista y soñador, no creo como Ángel que el mundo haya perdido el mensaje poético de Lezama, como no ha perdido el de Homero, Virgilio, San Juan de la Cruz, Goethe, Emerson, Darío, Lorca, en fin, el mensaje de cada verso explotado en ese interior que nos propone Velázquez con una original poetización del salto en prosa.
En esta complejidad insaciable de interpretarnos, en cuya inabarcable página la legitimidad de un punto nuevo viene más de aprovechar el tinte del anterior que de suprimirlo, quiero terminar con la advertencia serena del poeta Octavio Paz: “Para revelar el sueño de los hombres es preciso no renunciar a la conciencia ni a la razón”. Y finalmente, un salto alto: un salto de alegría por el libro que nos regala Ángel Velázquez Callejas.
Texto leído durante la presentación del libro de ensayos “El salto interior”, el sábado 18 de junio de 2011 en Delio Photo Studio.
Cortesía:
Neo Club Press
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