sábado, 5 de febrero de 2011

Las mujeres de Vargas Llosa

 

Por Adriana Herrera


En la vida y obra del Nobel de Literatura 2010, Mario Vargas Llosa, las mujeres –en algunos casos personajes literarios, pero casi siempre, seres de carne y hueso que convirtió en fuertes protagonistas femeninos– no sólo enardecen la imaginación, sino que tienen la doble posibilidad de estructurar el orden del mundo o desatar el caos liberador.

Como juicioso discípulo de Flaubert, ha recurrido siempre a “el saqueo constante de la realidad real para la edificación de la realidad ficticia”, y sabe que quizá no hay otro modo de conocer el fondo abisal de la propia naturaleza que la ficción. Como escribió en el prólogo de la historia de uno de sus personajes más queridos, La señorita de Tacna, sólo la ficción muestra “el hombre ‘completo’ en su verdad y en su mentira confundidas”.

Y, en su exploración literaria del fuego del idealismo o la aventura y de la condición prometeica de quienes se atreven a romper las leyes de la tribu, pero también en su simultáneo descenso hasta lo más tenebroso de la condición humana, las mujeres poseen las claves de entrada y salida de todos los mundos.

Ya sea en la venganza de Urania Cabral al estupro permitido con la aquiescencia de su propio padre sometido al dictador Trujillo “El Chivo”, o en el placer liberador que las “visitadoras” otorgan y que deshace las rígidas jerarquías militares, los personajes femeninos suelen guardar en la madeja de su historia extrañas sorpresas para el poder.

El histórico protagonista de su último libro, El sueño del celta, Roger Casement, el idealista que denunció las mismas atrocidades del Congo Belga que inspiraron El corazón de las tinieblas y que fustigó a la casa Arana hasta lograr la parálisis de las infernales caucheras en las selvas peruanas, y que abrazó la causa de la Independencia irlandesa traicionando a Inglaterra por lo que fue ahorcado, sólo siente debilidad sexual por los furtivos encuentros con otros hombres. Pero atribuye a mujeres, como la historiadora Alice Stopford Green, el respaldo que dio fuerza a su movimiento de reforma del Congo y el haberle enseñado, como “una maestra generosa”, la pasión por “el pasado y la cultura de Irlanda”.

En un memorable diálogo con ella, discuten el libro de Joseph Conrad –que en la vida real no perdonó la “traición” a Casement, como sí lo hicieron Arthur Conan Doyle, o Bernard Shaw– y la conocida historiadora anota que en tanto esa novela no describe el Congo, sino el mal absoluto, su Informe sobre el Congo demuestra que fueron los europeos quienes llevaron las peores barbaries al África. Al personaje de la prima de Casement, Gee, Vargas Llosa atribuye algo más duradero que el enamoramiento: la complicidad de una amiga leal hasta el fin.

“Las mujeres de mi obra –reconoció el Nobel ante el comentario de la fuerza que irradian– reflejan una realidad. A menudo, la única manera de supervivir en nuestro mundo es adquiriendo una personalidad muy vigorosa, una capacidad de resistencia muy fuerte a la adversidad. Ése es un aspecto de la condición femenina en el mundo latinoamericano que a mí me impresiona mucho y, por eso, ese tipo de personajes aparecen frecuentemente en mi obra. Desde el personaje de la señorita de Tacna hasta Urania, se trata de mujeres que no son una invención: reflejan América Latina”.

Igualmente, al referirse a La niña mala –“mezcla de la nefelibata [habitante de las nubes] y la sobreviviente”, pues considera la vida como “una guerra que no puede perder”, comentó: “Tal vez en la historia de esa muchachita que desde el principio se reinventa a sí misma, único modo de sortear las limitaciones de la asfixiante marginalidad, hay, después de todo, una metáfora de la desbordante imaginación que requeriría el continente para rehacerse”.

Madame Bovary

En La orgía perpetua, el ensayo de Vargas Llosa sobre la génesis de Madame Bovary, él confiesa que ella removió los estratos más hondos de su ser y que habría podido vivir enamorado hasta la muerte de Emma Bovary. Lejos del escándalo moral que suscitó en la época la creación de la protagonista que persigue en sus aventuras amorosas una huída de la realidad anodina, admite que se identifica con ella por “su apetencia de un mundo distinto de aquel que hace añicos su sueño”, puesto que, a fin de cuentas, “el novelista es ante todo aquel que no está satisfecho con la realidad”. Más aún, para él, esta bella lectora que “enloquece” bajo la fascinación de las novelas románticas, y que acaba no en una forma de retorno a lo real, sino suicidándose, equivale a la versión femenina del primer Don Quijote. Una mujer que combate el frustrante mundo real con su imaginación ardiente. Algo que él mismo no ha dejado de hacer –a través de la lectura y la creación literaria– desde que a los 10 años el padre que creía muerto –que era sólo la foto de un apuesto marinero en su mesa de noche– reapareció para transformar su apacible mundo cotidiano en un lugar incierto.

Flora Tristán

En El Paraíso en la otra esquina (2003), Vargas Llosa narra magistralmente –a partir de su técnica de vasos comunicantes– el último año de Flora Tristán, muerta en 1844 a los 41 años, y la vida de su nieto Paul Gaugin. Vituperada por haberse negado a la servidumbre del matrimonio en su época; despojada de su herencia por el tío que, aprovechando su condición de bastarda, se apoderó de los bienes del hermano, afincado como él en Perú; inculta, pero con una convicción de justicia indomable, fue la autora del audaz libro de memorias Peregrinaciones de una paria y de La unión obrera, que la convirtió en pionera de los derechos civiles. Expuso cómo dar “a todos y a todas” el derecho al trabajo, a la instrucción y al pan. En un artículo publicado en Letras Libres, al año anterior a la salida de la novela, Vargas Llosa sintetizó la vida de esta singular inconforme, única mujer utopista, en un siglo donde la convicción de que “se podía bajar el Paraíso a la tierra”, generó incomparables furores colectivos, así: “[Flora] trazaría una imagen de rebeldía, audacia, idealismo, ingenuidad, truculencia y aventura que justifica plenamente el elogio que hizo de ella el padre del surrealismo, André Breton: ‘Acaso no haya destino femenino que deje, en el firmamento del espíritu, una semilla tan larga y luminosa’”.

La señorita de Tacna


El personaje central de esta exitosa obra teatral que se estrenó en Buenos Aires en 1981 es la “Mamaé”. Exactamente el apodo que recibió la bella Elvira –inspiradora de un verso amoroso del poeta Federico Barreto, nacido en Tacna, e impugnador de la invasión de esta provincia por el gobierno de Chile–, tras su decisión de romper un compromiso matrimonial y permanecer señorita, acompañando en la crianza de hijos y nietos a su prima Carmen, abuela materna de Vargas Llosa. Tanto en su biografía, El pez en el agua, como en esta obra, las evoca a las dos, con nombre propio –“a quienes si Dios y el cielo existen espero hayan premiado adecuadamente”–, preparando té a todos los compañeritos de clase que invitaba sin avisarles.

Pero en el viaje de la ficción no sólo llena los vacíos de la realidad –“qué dramático episodio le hizo elegir la soltería para siempre”-, sino “traiciona” los secretos que sus antepasados se llevaron a la tumba, en aras de hurgar en el pantano de las verdades indecibles. En la primera escena ella aparece orinando en el sillón mientras delira con el diluvio. Pero su memoria aún hierve de vida, y el escritor, que se llama Belisario, no sólo la lleva hasta el instante en que ella, “modesta, dulce, púdica y virtuosa”, según Barreto, experimenta el turbador deseo carnal, en medio de una escena de sexo y violencia protagonizada por el intachable esposo de Carmen, sino revela que quizá vivió siempre al lado de los abuelos secretamente enamorada de éste. Pero además, es ella quien, desdoblándose en un personaje de cuentos protagonizados por La señorita de Tacna y un  misterioso caballero, inició a Vargas Llosa en “aquella –inasible, cambiante, pasajera, eterna– manera de que están hechas las historias”.

 La madre

A diferencia de Flora Tristán o de Emma Bovary, “Dorita”, la madre de Vargas Llosa se aferró con fe al inquebrantable matrimonio católico y, cual Penélope, se negó a atender pretendientes, no obstante que, avergonzada por “la culpa” de tener una hija abandonada a los cinco meses de matrimonio, la familia entera se trasladó de Piura a Cochabamba, Bolivia, donde solía pasar por viuda, según la versión que hasta los 11 años creyó a pie juntillas Vargas Llosa. Y no sólo sostuvo “una pasión total e inconmovible”, que le duró los años que Ernesto J. Vargas tardó en volver, y el resto de los días, sino que no hubo humillación, maltrato o violencia ni ruego de su hijo, que la convenciera de dejarlo. “Masoquista y torturado como siempre me pareció, (su amor) tenía ese carácter excesivo y transgresor de los grandes amores-pasión que no vacilan en pagar el precio del Infierno para prevalecer”, escribió Vargas Llosa. El año en que abrió las puertas del Infierno –el miedo, el asco a sí mismo, el horror– fue también decisivo en su huída en la literatura y el ejercicio de la escritura como resistencia. El padre nunca entendió que escribiendo pudiera ganarse la vida, y Dorita, que en la señorita de Tacna es la apacible Amelia, no pidió la ayuda de Vargas Llosa ni siquiera cuando fue obrera o portera en una sinagoga de Los Ángeles. Es posible que algo de ella habite en la única historia de sumisión absoluta de la ingobernable “Niña mala”, que paradójicamente tiene también mucho de Emma Bovary.

La tía Julia


En La tía Julia, dedicada en 1977 “a Julia Urquidi Illanes, a quien tanto debemos yo y esta novela”, las historias radiales que Pedro Camacho comenzará a mezclar en un inolvidable delirio narrativo –una confusión paralela a la que puede suceder entre ficción y realidad–, se entreveran con las de Varguitas. Como el Nobel peruano, el protagonista escandaliza a los 19 años a la familia casándose con la hermana de su tía política materna, Olga, que le llevaba 10 años y, como éste, tiene que conseguirse cerca de siete trabajos –entre éstos el de la radio– para lograr vivir con ella. Tanto en esta novela como en El pez en el agua, la imagen de la tía es la de una mujer inteligente, que se sorprende al ser seducida por un casi adolescente y comparte con humor y una intensa conciencia del presente en fuga la vida a su lado. Vargas Llosa reconocía que ella le pasaba los borradores y había apoyado su vocación de escritor. La publicación de Lo que Varguitas no dijo, en 1983, malogró una relación que seguía siendo amistosa aún después de que el escritor se casara, por la Iglesia, con la sobrina de Julia, su prima Patricia Llosa. “Para entonces –escribió el Nobel sobre Varguitas–, la familia estaba ya curada de espanto y esperaba de mí (lo que equivalía a: me perdonaba de antemano) cualquier barbaridad”.

Patricia Llosa, la esposa


De Patricia, la madre del escritor Álvaro, de Gonzalo y de Morgana –la hija  fotógrafa con la que compartió un viaje que cambió su percepción del conflicto árabe-israelí– habría que decir que puede encarnar esa misma presencia protectora que siente al evocar la figura de su madre desaparecida Roger Casement. Además de una altiva belleza, ella posee las cualidades particulares de las mujeres de los grandes escritores –su invisibilidad y simultánea omnipresencia; su prudencia pública, y el poder de decidir los puntos vitales de su agenda; la admiración incondicional por la vocación imaginativa, y el carácter para moldear su trato en este mundo de la realidad–; pero no menos el mismo carácter del pequeño demonio de cabellos ensortijados que de niña solía despertarlo con un vaso de agua en la cara, y que de adulta se niega a sujetarse a ningún tipo de héroe mortal.

Muy seguramente es cierta la anécdota que cierra La Tía Julia cuando la prima Patricia “una muchacha de mucho carácter”, advierte que a ella no le interesa “cometer crímenes de lesa cultura” y que si sale a las  ocho de la mañana camino a la biblioteca y regresa a las 8 de la noche oliendo a cerveza será capaz de romperle un plato en la cabeza.

En todo caso, si la literatura no transforma el mundo, a través de sus personajes femeninos Vargas Llosa encuentra claves inconfundibles para esa alquimia que transmuta la realidad en arte.

Texto publicado originalmente en la Revista Poder

 

1 comentario:

Carlos Rivera dijo...

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