Tarde veintidósTranscurría el vigésimo segundo día del segundo mes igual que siempre, tedioso, amelcochado, llenándose los minutos con los limitados hábitos adquiridos forzosamente. Unos pocos hombres caminaban lentos de un lado a otro en la desolada tarde. El más introvertido de todos permanecía sentado, ocupando tres escalones a la entrada de la barraca I-154; sin camisa, pantalones cortos y chancletas de mete dedo. Parecía dormitar mientras custodiaba las pocas pertenencias que secaba al sol. Los codos apoyados sobre los muslos, la cabeza descansando sobre las dos manos que anudadas servían de viga para recostarse. El cuerpo, por momentos, perdía el balance, lo recobraba, levantaba la mirada, observaba su ropa aún húmeda y volvía a sumirse en su letargo. Lejos, sobre el pasto, que lucía el más intenso verdor desde su llegada al campamento, otros dos hombres intentaban mantenerse en forma. Se les veía por horas ejercitando sus cuerpos, flexionando la cintura, torciendo los brazos, haciendo giros con los hombros, primero hacia delante, luego atrás, doblegando las caderas, tomando posturas cercanas al yoga, sudando copiosamente, jadeando.
Darío estaba acostado bocabajo en su nueva litera. La de arriba. Le gustaba sentirse aislado, eso le proporcionaba cierta seguridad y visión general de todo el salón, además, por estar junto a una ventana, alcanzaba cierto control del área exterior. Ya llevaba dos semanas compartiendo ese nuevo lugar. Desde que cerraron la I-160, trasladaron a una parte de los refugiados a la I-154 y la otra a la I-147. Por momentos miraba a Efraín que parecía dormir en la siguiente cama, a su lado, en la parte inferior. Los ojos se le abrían y cerraban de repente. La boca dibujaba extrañas muecas. Luego se relajaba, permanecía quieto un rato, hasta el próximo sobresalto que comenzaba con espasmos abdominales. Parecía rendido en la soñolencia. Poco a poco fue despertando. Hubo un silencio largo cuando se miraron por primera vez más allá del sueño. Darío lo observaba con todos los sentidos: voluminoso, con un estómago desparramado hacia los lados, ombligo profundo, los brazos hacia atrás, haciendo de almohada. Tenía que haber sido un hombre fuerte, pensó. Ya era una persona madura, de más de cincuenta años o casi llegando a los sesenta. Tenía largas cicatrices cerca de los hombros, en los antebrazos, todas iguales, unas dos a tres pulgadas de largo; desagradables verdugones que también aparecían en el lado derecho, cerca de las costillas.
—¿Por dónde me puedo ir? –fue el angustioso reclamo que vino a entorpecer la monotonía de la tarde.
Hubo una expectación general, una alerta inmediata que puso a la defensiva a las personas que descansaban en la barraca. La voz del hombre brotaba del fondo de su alma desbordando miedo. No hubo tiempo de verle el rostro, apenas una pelambre encaracolada poblando su cabeza. Fue una entrada repentina, acompañada de un reclamo, de un pedido de urgente ayuda. Un violento empujón a la puerta, que golpeó estrepitosamente contra la pared y la voz entrecortada. Después corrió a toda prisa por el ancho pasillo, haciendo crujir y retumbar la madera del piso.
—¿Por dónde, coño? ¿Por dónde? –se volvió a escuchar, pero ya la voz, con el mismo nerviosismo, se sentía lejos.
Se le vio saltar por una de las ventanas a las que le habían quitado la tela metálica, precisamente para preparar una vía de escape ante cualquier eventualidad. Luego, se adentró en la barraca vecina y desapareció.
Los hombres, atentos y cautelosos, sin moverse de sus camastros, esperaban que de un momento a otro apareciera por el mismo lugar el perseguidor, que de hecho hizo su entrada jadeando, sosteniendo con firmeza un cuchillo de carnicero en su mano derecha. Se detuvo en la puerta, expectante, furioso, mientras lanzaba una mirada rápida, llena de ira, pero también de precaución, hacia las literas, pero sobre todo a la puerta del baño, considerando, tal vez, la posibilidad de que el otro estuviera escondido por ahí y al acecho para atacarlo desprevenido. Sin pérdida de tiempo descartó el baño como posible refugio, mientras que con un giro de muñeca ocultó la hoja del cuchillo tras el antebrazo, soltó un escupitajo en el piso y se fue por donde mismo había llegado.
Se hizo un prudente silencio; un silencio que prevaleció unos minutos después del incidente. Efraín no se había movido de su posición. Permanecía acostado con los brazos bajo la nuca. Luego empezó a levantarse cierto murmullo, que en gran medida indicaba el fin del alboroto. Se podía escuchar alguna risa casual, de alguien que hacía chistes con lo acontecido. Dos semanas antes, en tiempos de El Puro nadie se hubiera atrevido a reír en alta voz de una situación semejante. Él no lo hubiera permitido. Todos recordaban el problema cuando El Rubio trató de violar a Armando. Lo salvó precisamente la intervención de El Puro:
¡Se acabó!, fue lo único que dijo desde su cama, sin levantar mucho la voz, pero con una carga que de inmediato persuadió a El Rubio, que regresó silenciosamente a su lugar y no volvió a molestar al muchacho. Todos pensaban que tras la partida del viejo presidiario algo ocurriría nuevamente, pero por suerte para Armando le llegó la salida el mismo día que a El Puro. Nunca más se volvió a hablar de lo sucedido. Eso ocurría con frecuencia y a nadie le extrañaba. Ninguno olvidaba tampoco, pero existía un oscuro código entre aquellas gentes que Darío no entendía, pero que asumía rigurosamente y respetaba al máximo.
Pasara lo que pasara entre esos dos hombres que acababan de escenificar un momento tenso, dejando en el aire una atmósfera de lógica preocupación o cuando menos de vigilancia por las próximas horas, lo peor ya había acontecido. Acuchillar a alguien en el interior de una barraca era lo más inquietante que pudiera suceder, por las subsiguientes requisas, investigaciones y fichado de los que estaban presentes; además, podía demorar la salida del campamento. También se quería evitar tumultos, pues cualquier chispa, por insignificante que fuera, podría desatar un nuevo disturbio, como el que hubo en el primer mes, con motines y quema de sábanas y almohadas. No había sido nada premeditado, sino una respuesta a la frustración y a la falta de información, aunque también hubo rivalidades por hacerse del control de las botellas de whiskey y la mariguana que traían los guardias al campamento.
La llegada de una patrulla y la arrogante figura de los dos guardias en la puerta, mandaban un claro mensaje: estaban atentos e informados de que algo acontecía. Darío no se dejó ver, se echó la almohada sobre la cabeza e hizo como que dormía profundamente.
La tarde veintidós siguió su curso, pero ya no era igual. Lejos seguían haciendo ejercicios los dos hombres. Uno de ellos sostenía los pies del otro, mientras que éste alzaba el cuerpo y volvía hacia atrás repetidamente. El que secaba la indumentaria había desaparecido dejando la ropa en la improvisada tendedera. De la distancia llegaban sonidos ininteligibles. Varios hombres caminaban con prisa en dirección a las barracas que quedaban al sur. Efraín notó que Darío estaba tenso, siguiendo desde su camastro los movimientos.
—Nada pasa. Lo que iba a pasar, ya pasó –expresó en voz muy baja Efraín con absoluta seguridad en lo que decía y sin moverse.
Tras una pausa, y como intentando liquidar el tema del perseguidor y el perseguido, dijo:
—Esto que tanto tú miras, son bayonetazos. Seis en total.
Darío no supo qué decir. Hubiera querido entrar en detalles, indagar en las circunstancias, preguntar las razones precisas, averiguar por qué seis, cómo hizo para curarse las heridas. Pero en aquel ambiente nunca sabía qué era prudente o no. Por ello permaneció en silencio, escuchando las breves oraciones que Efraín a intervalos soltaba.
—El primero fue durante la UMAP, aquí, en el muslo. Yo estaba bien joven –dijo haciendo un movimiento con el codo derecho hacia arriba, pero que en realidad intentaba dirigirse hacia abajo, indicando que en ese muslo estaba la cicatriz que Darío no veía–. Fueron muchos años de prisión. Yo era rebelde, pensaba que podía cambiar las cosas, hacer valer lo que creía.
Toda aquella atropellada oración en pasado daba cierto aire de derrota, de haber claudicado.
—¿Te diste por vencido? –preguntó Darío, sin meditar si los vocablos eran los apropiados. Hubo otro silencio.
—Todos perdimos, por eso estamos aquí. A mí me sacaron de la cárcel y me mandaron para este país sin consultarme... Seguro que tú viniste porque quisiste... Otros buscando a sus familiares... Pero todos nos fuimos. Él se quedó.
Había mucha amargura en la manera en que subrayó ese él. Se levantó de la cama. Se elevó con toda sus fuerzas. Se ajustó el pantalón que tenía desabotonado, se calzó los zapatos y pasándole la mano por la cabeza a Darío, dijo:
—Tú eres muy joven –y se fue camino hacia el baño.
Lo que quedaba por hacer esa tarde estaba bien claro para Darío. Llegaría primero a la iglesia, allí permanecería unos minutos, sentado en silencio, sin jamás doblar las rodillas sobre el reclinatorio. Luego iría al comedor, antes de dirigirse a la comandancia a ver las nuevas listas. Normalmente las ponían todas las tardes después de las 4, con los nombres de los que partirían al siguiente día. Luego pasaría por la barraca donde se podía ver un juego de pelota por televisión, lo único entendible por la mayoría de los refugiados.
Ya de noche, después de comprobar que tampoco partiría al siguiente día, regresó a su cama. Efraín no había llegado aún. Él acostumbraba a salir por las noches, le gustaba visitar la barraca de los travestis donde siempre había espectáculos. Alguna que otra vez regresaba con algún trago encima. Ya Darío se había aburrido de las mismas diversiones, locas envueltas en sofisticados ropajes hechos con las sábanas, cantando como Annia Linares, Martha Strada, Beatriz Márquez o Mirtha Medina. Al principio era simpático, pero la repetición aburría, como pensaba deberían estar aburridos los dos hombres que continuaban, a la luz de un farol, en sus rutinas para mantener sus cuerpos en forma.
Darío sacó del cartucho donde guardaba sus apuntes, las hojas pequeñas con el membrete de la Cruz Roja, y escribió: Transcurrió el vigésimo segundo día del segundo mes igual que siempre, tedioso, amelcochado, llenándose los minutos con...
Luis de la Paz (La Habana, 1956). Salió de Cuba durante los dramáticos sucesos de la embajada del Perú y el posterior éxodo del Mariel, en 1980. Desde entonces reside en Miami. Fue miembro del consejo de editores de la revista Mariel (1983-1985) y de Nexos de difusión electrónica. Entre el 2001 y el 2008 edita El Ateje, revista de literatura cubana. Ha publicado los libros de relatos:
Un verano incesante (Ediciones Universal, Miami, 1996),
El otro lado (Ediciones Universal, Miami, 1999),
Tiempo vencido (Editorial Silueta, Miami, 2009), y la recopilación de textos y documentos:
Reinaldo Arenas, aunque anochezca (Ediciones Universal, Miami, 2001). Un cuento suyo es recogido en
Cuentos desde Miami (Poliedro, Barcelona, 2004) y en
Palabras por un joven suicida (Editorial Silueta, Miami, 2006). Es columnista de Diario Las Américas.
5 comentarios:
Sin rebuscamiento y con un lenguaje
cotidiano que no declina de este juego de la imaginacion hasta el final de una descabellada historia,
tendre a "Tarde veintidos" con la
paradoja de hoy veintidos de mayo
en la tarde de otro ano, entre las narrativas que esconden la magia del cuentero.
Buen cuento, lenguaje directo y claro, facil y ameno al leer...felicidades
Te pongo el blog de el amigo Manuel Pereira,poeta alumno de Lezama ,hoy profesor en Mex, tiene mucho que decir...espero os guste.
http://manuelpereiraazogue.blogspot.com/2008/04/bienvenidos.html
Excelente, como ocurre siempre con la literatura de Luis.
Saludos
Buen relato.
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