Por Armando AñelA la vuelta de la esquina puede acechar un viejo Oldsmobile, y alguien arrebatarte el bolso si la curiosidad te distrae contra uno esos escaparates en los que nunca nadie exhibe nada, en los que la desesperanza, saturada de una pátina nostálgica, se disfraza de novedad. Eso en La Habana, porque en Roma las tiendas son las tiendas, lo que sería una tienda si lo fuera, y el visitante deja de significar un nerviosismo, una ventana al mundo, para convertirse en plusvalía, y la podredumbre no sugiere podredumbre sino una suerte de vacío existencial, convenientemente adulterado por el barroquismo de lo histórico.
Los olores, la ausencia de algunos olores, la irrupción de ciertos olores que alguna vez, durante tu infancia habanera, habías digerido sin reconocer, matizan la fastuosidad de una ciudad cerrada, engañosamente abierta al extranjero.
En Roma, La Habana vuelve sobre sí misma, penetrando, a escala subconsciente, el tiempo ligeramente maquillado de los recuerdos. Ese de los helados pomposos y el café bien fuerte y las mujeres de grandes ojos pardos sobrenadando la indiferencia de sus grandes ojos pardos. Y por las noches, en ciertas barriadas periféricas, más allá del Trastevere y la Piazza Navona, puede auscultarse el latir de la decadencia, activa no ya en lo antiguo, sino en lo nuevo que aspira a serlo. Poblando los muros, las fachadas, el itinerario de los autobuses gratuitos.
Aunque en Roma –la viviente, la ordinaria– casi no hay balcones. El interludio entre el pretérito imperial y la actualidad arquitectónica se salda a través de edificaciones monótonas, insulsas, cuya carencia de espacios exteriores acentúa la cerrazón circundante. Balcones hacia dentro en una urbe que habita su pasado, que se abraza a él con el alivio del náufrago aferrado a las sinuosidades de la roca.
Y la ropa puesta a secar en las ventanas de algunas callejuelas del centro –no en las afueras, donde signaría la pobreza– desmiente una y otra vez, sin ningún éxito, el carácter comunitario, primermundista, de la ciudad eterna. Pretende ignorar la promiscuidad de lo contemporáneo, la omnipresencia del desarrollo en los vagones del metro, en el rumor de los supermercados. Quiere agitarse a solas sobre sus fontanas, y retroceder, y hacerse historia.
Desde el mar de fondo del Coliseo y la Fontana di Trevi y la Piazza del Campidoglio. Con la intensidad de lo que fue. Con la insistencia de lo que no puede ser.
Armando Añel (La Habana, 1966). Escritor y editor cubano. Entre los años 1998 y 2000 se desempeñó como periodista independiente en Cuba, siendo cofundador y vicepresidente del aún activo Grupo de Trabajo Decoro. Tras recibir el premio de ensayo anual de la fundación alemana Friedrich Naumann en la primavera de 2000, viajó a Europa, donde residió en España e Inglaterra hasta radicarse en Miami, Estados Unidos, en el verano de 2004. Fue corresponsal en Londres de la revista madrileña Arte y Naturaleza, y en España, editor del diario digital Encuentro en la Red y la revista Perfiles del Siglo XXI. En Miami, ha sido editor en español de las revistas Islas y Herencia Cultural Cubana. Literatura y artículos suyos aparecen regularmente en publicaciones de Estados Unidos, Latinoamérica y Europa. Ha publicado
Escuela de vida (biografía, Miami, 2006), la plaquette de poesía
Éxodo (La Habana, 1995)y,recientemente,
Erótica, su primera novela(Letra de Molde Ediciones, Miami, 2010).
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