jueves, 18 de febrero de 2010

Un cuento de José Abreu Felippe


Perdedor

Para Exys, también siempre.

A los catorce años me violaron dos veces. Primero una mujer y después un hombre. Yo era un muchacho más bien pequeño para mi edad, flaco casi transparente y con la cara llena de inmundos barros. La mujer se llamaba Clara y parecía un estibador de los muelles. Tenía veintidós años y un fuego uterino inextinguible, como la antorcha de esos monumentos sembrados por ahí a la memoria de algún infeliz soldado desconocido. Yo era amigo de su hermano, cuatro años mayor que yo, que se llamaba Rafael, y ese día, como tantos otros, había ido a su casa preguntando por él. Cuando Clara me dijo que no estaba, de imbécil le hice caso y me senté a esperarlo en el cuarto. Al rato entró ella y en la cara le vi una mirada muy rara, quise escapar asustado pero me tiró sobre la cama y se me subió arriba que casi me aplasta. Me defendí todo lo que pude, aunque sabía que poco podía hacer. No grité, me dio pena gritar. Esa es la verdad, no voy a mentir ahora después de tantos años. ¿A quién voy a engañar y para qué? Cuando me soltó, me levanté temblando subiéndome los pantalones. El olor de Clara se me había metido por la piel y por mucho que me lavaba seguía ahí. Por las noches, entre sueños, y también de día, en los lugares más insólitos, me venía de pronto y yo comenzaba a sudar porque me imaginaba que todos los que estaban próximos a mí podían percibir aquel olor. Estuve más de una semana sin ir por su casa hasta que Rafael vino a buscarme para vagabundear por la finca, que era un lugar casi mágico. Allí, lejos, apartada de todo en mi memoria, en el centro del monte y del universo, más allá del mangal, había una ridícula poceta donde a cada rato nos bañábamos. Esa tarde yo estaba alegre, no sé bien por qué, y retozamos revolcándonos en el fango. Luego nos tendimos uno junto al otro, bocabajo, a fumar un cigarro. Sentía el silencio del monte y una mezcla de olores que me perturbaba. Entonces, sin decir nada, Rafael, con un solo movimiento se encaramó sobre mí apretándome los brazos y la cabeza contra el fango. Forcejeé, me revolví, pero sólo conseguí acomodarlo mejor. No sé si duró lo mismo que con la hermana. Lo oía jadear sobre mi nuca, babeárseme en la oreja, murmurando palabras y quejidos. Cuando terminó, de un salto se separó de mí y nadó hasta el centro de la poceta. Yo me quedé quieto unos instantes, después me senté como pude y empecé a llorar. Al rato se me acercó, diciéndome que era jugando, que no había pasado nada, que me vistiera que se estaba haciendo de noche. Yo no le hacía caso. Cuando se cansó de sus esfuerzos por tranquilizarme, se fue algo asustado y yo me metí en el agua temblando todavía. Llegué a casa de noche, no había nada de comer, y me senté en el patio a leer y espantar mosquitos hasta que me entró sueño.

Aquellas dos violaciones marcaron mi existencia. Volvían en sueños mezcladas siempre con olores. A veces veía el pecho de Rafael, que ya comenzaba a llenarse de vellos, o su sexo saliendo de la poceta y renqueando amenazador contra sus muslos. Otras era el peso de Clara, a horcajadas sobre mi cuerpo, vuelta hacia mis entrepiernas mientras su sexo se abría y se cerraba chorreado cerca de mi cara, como si quisiera tragarme. Así, enfebrecido, me retorcía en la cama, frotándome contra las sábanas hasta que sentía que me moría. Rodaba de una pesadilla en otra, me veía desnudo entre aquellos dos cuerpos que me palpaban buscando el sexo, pero mi vientre estaba liso y ellos comenzaban a reírse. Entonces, para calmarme, yo gritaba y gritaba hasta quedar exhausto. Rendido. En la misma pesadilla a veces no estaban ellos, yo me tocaba el sexo enhiesto y se me desprendía. Angustiado lo recogía del piso y trataba de pegármelo, casi siempre sin éxito. Muchos años después encontré, leyendo a Freud o a Piaget, ya no me acuerdo bien, que aquella pesadilla era bastante común en muchos niños. Quiero dejar bien claro que si las dos violaciones marcaron, como dije, toda mi vida no fue porque yo fuera un inocente. Quizás hasta las deseara, sobre todo la de Rafael. Yo había estado antes con muchachas y también con muchachos, pero había sido distinto. Siempre mediaba cierta complicidad, un deseo compartido, una búsqueda común, y generalmente éramos de la misma edad o casi. Tengo muchos recuerdos en ese sentido y ningún complejo de culpa ni de nada. Tampoco pienso que esas lejanas violaciones físicas, quizás las menos dolorosas de todas después de eso me han violado hasta el alma–, me hayan convertido en lo que soy. Ni siquiera sé por qué hoy, veintidós de marzo de 1995, cuando me decido a escribir estas líneas, en este momento tan melodramáticamente cursi, en que casi por cumplir con una tradición no escrita, por evitar inconvenientes posteriores de todo tipo a los demás, y para salvaguardar a mis amigos, y hasta a mis enemigos, tenga que empezar hablando de Clara y Rafael, dos queridos fantasmas de la memoria, que si están vivos aún, nada tienen que ver conmigo, ni nada sé de sus vidas desde que escapé al exilio el 27 de mayo de 1980 –ellos se quedaron en el infierno, más o menos integrados en aquella mierda, por las apariencias supongo, como casi todo el mundo.

Tengo cincuenta y cinco años y estoy, como se acostumbra a decir en estos casos, en pleno uso de mis facultades físicas y mentales. Sano de cuerpo y de mente. Sigo siendo un hombre muy delgado, pero ya sin barros en la cara. Ni siquiera espinillas. Probablemente eso sí sea algo verdaderamente trágico porque habla del tiempo. También estoy casi calvo. Me gustaría hacer un recuento de mi aburrida existencia, pero no tengo deseos y creo que tampoco vale la pena. ¿A quién podría importarle, morbo aparte, que yo cuente aquí cuatro o cinco anécdotas intrascendentes, que no serían más que confusos gestos en un espacio vacío? Espasmos de la memoria. Quisiera escribir algo profundo, pero si hasta hoy no lo he conseguido, dudo mucho que ahora pueda. Siempre me entusiasmaron los suicidas, los grandes y los pequeños. Desde Stefan Zweig hasta la loca del barrio, que cuando no pudo más, se dio candela. En Cuba, siendo muy joven, lo intenté dos veces con el clásico pomo de pastillas. He sido un suicida frustrado y eso es terrible. Con el tiempo he sabido perfeccionar la oportuna máscara de hombre ecuánime y fuerte, aunque raspando un poco aflora el cobarde, el débil y el pusilánime.


José Abreu Felippe (La Habana, 1947) Salió al exilio en 1983. Ha publicado varios libros de poesía. También ha incursionado en el cuento, la novela y el teatro. Actualmente reside en Miami.

Foto de la ilustración: Jesús Hernandez
Modelo: Isaniel Rojas



IX FESTIVAL LATINOAMERICANO DEL MONÓLOGO

Domingo, Marzo 7 de 2010

"Perdedor"

Actor: Isaniel Rojas

País: Venezuela

Autor: José Abreu Felippe

Director: Juan Roca

Havanafama Teatro Estudio, 752 SW 10 Ave., Miami, FL 33130

Hora: 6:00 PM

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Tremendo cuento. Me impresionó mucho.

Anónimo dijo...

Muy buen cuento.....

Joaquín Gálvez dijo...

Excelente cuento. Les recomiendo el libro Cuentos mortales, en el que se puede apreciar la calidad narrativa de José Abreu. Gracias por participar.

S.Della Latta dijo...

Coincido con todos. Muy buena narrativa, sobretodo al tratar un tema tan impactante y hacerlo como si no importaran las emociones sino la prosa en si misma.

Anónimo dijo...

Complejidad psicológica sintetizada en lenguaje simple, directo. Narración amena sin recurrir al facilismo. Belleza sin trillado lenguaje. Atrapar sin adorno en las palabras. Un escritor de oficio. Talento.