sábado, 6 de febrero de 2010

El piloto de El principito


Por Adriana Herrera

Hace 66 años el piloto Antoine de Saint-Exúpery voló hacia la muerte. El avión F-5 en el que partió la mañana del 31 de julio de 1944 para una misión de reconocimiento destinada a preparar el desembarco aliado en Provenza, se estrelló contra los acantilados costeros de Marsella, entonces ocupada por los nazis.
Contra ellos había escrito Piloto de guerra, un libro prohibido en 1942 por las fuerzas alemanas de la ocupación en Francia. Para contrarrestar el exterminio de la Svástica había abandonado Nueva York, la ciudad en donde se refugió tras la invasión a su país, y se había incorporado a un escuadrón de los aliados en el Mediterráneo. Sabía que la guerra no es una aventura, sino “una enfermedad, como el tifo”, pero sabía también que “lo que da sentido a la vida da sentido a la muerte". En esa hora desventurada de la tierra, cumplir su papel como piloto oponiéndose al totalitarismo, era lo único que podía permitirle “vivir en paz y morir en paz”.
Acostumbrado a los vastos horizontes, después de sobrevolar durante más de 6.500 horas los desiertos de África, las cordilleras de América del Sur, y los océanos de tres continentes en el día y en la noche, conocía la embriaguez de ver desde arriba “el auténtico rostro de la tierra” y de atisbar “directamente en el corazón del misterio”. Pero sus ojos estaban cansados.
“¿Qué habrá quedado de lo que amé?” –preguntaba en su Carta al general X- escrita un año atrás, para pedir que lo reintegraran a las fuerzas militares como piloto de exploración, un servicio del cual había sido retirado después de sufrir un gravísimo accidente en Guatemala y un mal aterrizaje en el Ródano.
A Nueva York había llegado para pedir ayuda contra los invasores alemanes con la idea de pasar un mes que se prolongó por espacio de dos años en los cuales le torturaba la idea de haber abandonado Francia y el deseo de estar allá actuando... Aquella parte de él mismo, capaz del coraje físico necesario para haber sido pionero de la aviación en riesgosas rutas, o de rescatar compañeros extraviados en combates, lo impelía a incorporarse de modo activo en la defensa de su tierra. Y, no obstante, años atrás, mientras cubría la Guerra Civil Española en los frentes de Cataluña y Carabanchel, había descubierto con una lucidez que le impidió ser admitido en la España franquista, que los hombres que morían en ambos mandos eran hermanos.
No le bastaba saber que Piloto de guerra se agotaba en las estanterías y quizá no comprendía que en los textos escritos en la “inactividad” de 1943, dejaba un legado humanista que explica la angustia de su época, y alcanza estos tiempos donde tanta necesidad hay de oír la voz de alerta de sus Cartas a un rehén y al General X, y de encontrar, en El Principito, la lección más sencilla, profunda y luminosa que se ha dado sobre la construcción de los vínculos humanos.
En medio de la ciudad cosmopolita estaba entonces tan triste, tan aislado sin saber hablar inglés, aunque Dalí o Joan Miró, lo visitaran, que no podía imaginar que ese cuento para niños escribió pensando en consolar a León Weith, judío y militante socialista en la Francia ocupada por los Nazis, donde pasaba “hambre y frío”, sería traducida a 118 idiomas, y se convertiría en el libro más leído en el siglo XX, después de la Biblia y El capital. Pero, de haberlo sabido, una cosa es cierta: no le habría importado las cifras que lo rodearan, sino saber que a través de sus páginas, ilustradas con el pequeño personaje de cabellos dorados que solía garabateaba desde hacía años en su correspondencia y escritos, otros seres humanos lograrían volar hacia “lo esencial, que es invisible a los ojos” o descubrir el sentido sagrado de cada acto de ternura realizado por otro.
Saint Exupéry se debate entre el desaliento ante el oscurantismo impuesto por las ideologías totalitaristas, y la esperanza en la llama que enciende un solo gesto fraterno, un sólo acto personal ante la responsabilidad común. En su Carta a un rehén cita cómo, en el instante en que un captor le enciende el cigarrillo al prisionero que tiene las manos amarradas, el drama que los separa se borra. Busca esa forma de resistencia que “ennoblece al que la acomete y dignifica también al adversario”. Espera “el advenimiento del hombre” como una hora en la que no habrá ya no haya seres sometidos a soportar lo insoportable.
No es ingenuo. Basta oír las advertencias que dirige a su tiempo. “Bajo un totalitarismo universal, el hombre se convierte en ganado afable, educado y tranquilo”. Teme la llegada de “la más sombría época de la historia del mundo” en la que se distraiga a las personas con una cultura banal “como se alimenta a los bueyes con heno”. “Si me derriban –dejó escrito- no extrañaré nada. El hormiguero del futuro me asusta y odio su virtud robótica. Yo nací para jardinero”.
Al fin y al cabo, en el mundo que dejaba, el destino de los escritores estaba signado por rutas tenebrosas: Jean Prevost, muerto en combate; Brasillach, Saint John Perse, y Benjamín Péret vivían exilados en América; Aragón y Camus, en la Resistencia. Pero, al tiempo, sabía que Breton tenía razón cuando exorcizaba la desesperanza proclamando: “¡En el amor humano reside todo el poder de regeneración del mundo!”.
Por eso escribe: “No hay más que un problema, uno solo: volver a descubrir que existe una vida del espíritu más elevada todavía que la vida de la inteligencia y que es la única que satisface el hombre”. Pero esa espiritualidad no tiene nada que ver con la proliferación de grupos a los que se refirió proféticamente: “surgirán como champiñones, treinta y seis sectas que se subdividirán”. En cambio, está en los pequeños gestos que engrandecen lo humano, como aquél que reflejó en la imagen de Guillaumet, piloto del correo de Buenos Aires, cuyo avión cayó en los picos andinos y que, mientras caminaba por la nieve, a punto de congelarse, arrastraba las bolsas del correo, porque era su deber cumplir hasta el fin.
Lo que ennoblece al ser es su capacidad de comprometerse hasta el fin con quienes lo aman, el descubrimiento de que la rosa de El Principito, tan semejante a otras cinco mil, o el zorro que halla en el desierto, tan parecido a otros cien mil, son únicos porque él ha “creado lazos” con ambos gracias al tiempo que “ha perdido” en conocerlos, creando ritos para acercarse. “Los hombres han olvidado esta verdad –le reveló el zorro-. Pero tú no debes olvidarla. Te haces responsable para siempre de lo que has domesticado”.
Por ello dice el crítico Pedro Sorela que ante todo “intentaba dar su visión de la peripecia humana, que justamente no tiene que ver con la aventura y sí con la responsabilidad en la construcción de los lazos”.
Saint-Exúpery ideó dispositivos para aterrizaje de aviones sin visibilidad y métodos de localización, pero ningún invento es tan grande como esa carta de navegación para el futuro y para la región más profunda del corazón humano que se encuentra en sus textos. Él, que buscó con avidez “lo esencial”, en un tiempo en que “el hombre muere de ser”, anotó: “El amor comienza donde no hay ya don que esperar. El amor ante todo es ejercicio de la plegaria y el aprendizaje de la plegaria es el aprendizaje del silencio”. Desde aquél vuelo del que jamás regresó, sus lectores lo imaginaban piloteando en algún cielo silencioso. El 13 de marzo de 1930, había anotado en un diario el descubrimiento de Plutón. “Me pregunto –decía- ¿cómo será esa lejano planeta?”.
Desde 1975, Saint-Exupéry encontró un lugar en el universo. El asteroide No.2578 recibió su nombre.

Frases
"Hoy estoy profundamente triste, y hasta el fondo. Me siento triste por mi generación, que carece de toda sustancia humana... Todo lirismo parece ridículo y el hombre se niega a que despierten en él cualquier clase de vida espiritual... Es el siglo de la publicidad... El hombre se muere de sed”.

La verdad “es lo que hace que el mundo sea sencillo y no lo que crea el caos”

La perfección se produce «no cuando no hay nada más que sumar, sino cuando no hay nada más que restar».

“Odio esta época en la que el hombre se convierte, bajo un totalitarismo universal, en ganado amable, educado y tranquilo. ¡Y quieren convencernos de que eso es progreso moral...!”

"La propia sustancia está amenazada. Pero cuando la hayamos salvado, se planteará el problema fundamental de nuestro tiempo: El problema del sentido del hombre."

“Ah, General! En el mundo no hay más que un problema y sólo uno. Devolver al hombre un significado espiritual, inquietudes espirituales. Hacer llover sobre él algo que se parezca a un canto gregoriano”.


Adriana Herrera (Bogotá, Colombia). Escritora de arte y literatura. Se desempeña en la sección de Artes y Letras de El Nuevo Herald y colabora para diferentes publicaciones de Estados Unidos, Europa y América Latina. Cursó estudios graduados en Ciencias de la Comunicación y estudió paralelamente filosofía, además de cursos de especialización en arte y literatura. En la actualidad se encuentra realizando la tesis doctoral en Literatura Hispanoamericana en la Universidad Internacional de la Florida.

2 comentarios:

Josán Caballero dijo...

Excelente lección de humanismo y espiritualidad, Adriana. Antoine de Saint-Exúpery es uno de los grandes, que supo hacernos ver más allá de sus vuelos nocturnos y sus necesidades de crear lazos duraderos entre los hombres, en una época infértil, preocupada más en el desdoblamiento de la publicidad, que en el acercamiento de los seres humanos, plenos de sed espiritual y de una música más allá del silencio. Gracias, Joaquín, también, porque estos son los artículos que nos hacen florecer, y mostrar una mística que nos permita acercarnos, como la Zorra y el Principito, en una domesticación universal de los sentimientos humanos. Saludos y un abrazo, Josán Caballedro.

La Otra Esquina de las Palabras dijo...

Gracias, Josán, por tus palabras. Felicitaciones a Adriana por su artículo. Coincido contigo, Josán: Excelente lección de humanismo y espiritualidad.