viernes, 22 de enero de 2010

Un cuento de José Lorenzo Fuentes

22 de enero de 2010


EL VERDE SECULAR DE LOS HUMARA


Durante casi dos siglos que mediaron entre la colonización y las guerras de independencia, la familia de los Humara accedió a varias generaciones de hombres abúlicos, ignorados sin esfuerzo hasta por sus propios hijos y por los hijos de sus tataranietos y por los choznos de sus bisnietos, cuyas pisadas se extraviaron en la espesa neblina de sus rotros irreconocibles, de sus nombres irrepetibles, de las ignoradas aventuras a que fueron arrastrados a pesar de su desidia, probablemente cinco generaciones de los Humara con un promedio de ochenta y dos años de vida en épocas en que un hombre de veinticinco era un anciano perseguido por el remordimiento de no haberse muerto al sobrevenir la última epidemia de cólera que arrasó con sus demás familiares, casi un centenar de invisibles Humara que en medio de tantas calamidades vivieron ajenos a enfermedades más mortíferas que el cáncer y más antiguas que la lepra y a riesgos tan inmedibles como los de transitar –siglos más tarde- por vertederos de residuos nucleares, involuntaria hazaña lograda gracias a los temperamentos glaciales de que fueron provistos en algún milagroso y oscuro desviadero de genes y cromosomas que los volvieron invulnerables a las pasiones pueriles de desear la mujer del prójimo, de retar a duelo y de intervenir temerariamente en reyertas multitudinarias, en una simple riña con un vecino, tan indiferentes a sí mismos que lograron salir incólumes, sin pronunciar ensalmos, de múltiples desgracias de temblores de tierra, embates de ciclones y otras asechanzas no menos pérfidas de la naturaleza, y también de las asechanzas urdidas por sus contemporáneos que se tradujeron en guerras de rapiña y guerras punitivas declaradas mientras ellos se miraban el ombligo, en cruentas batallas libradas a su lado mientras ellos se preguntaban acorazados en una providencial ceguera transitoria de dónde provenía aquel ruido de mil demonios, y en indispensables armisticios durante cuyas celebraciones no aclamaron héroes ni aplaudieron entre las multitudes frenéticas que, enardecidas por el patriotismo y las libaciones, promovían degollinas mayores que las de la guerra, de modo que hubieron de pasar más de ciento cincuenta años para que al fin se volvieran a hacer visibles los rostros de otros dos Humara dominados por la pasión de la historia. Uno de ellos, Esteban de la Caridad, durante sus correrías por el continente y después de vestir en Carabobo la casaca verde y las charreteras doradas de los ejércitos de la República de la Gran Colombia, trabó amistad con Manuela Sáenz, no en la época en que más lo hubiera deseado, sino cuando aquella mujer de arrasadora belleza, ya envejecida y pobre, al trote de un burro de pelambre gris vendía ristras de ajo en las calles ociosas del remoto puerto peruano de Paita, adonde se detenían los barcos balleneros, antes de salir al Pacífico, para aprovisionarse de carne de venado, tabaco y verduras. Esteban de la Caridad la visitó también durante meses en su casita de madera, compungido, a punto de que se le saltaran las lágrimas al verla hundida en su hamaca con una cadera rota a causa de un traspiés en la escalera, de un peldaño roído por el comején que se desmoronó bajo su peso. Llegaba a su lado con una mezcla de compasión y de deseos de no verla más en ese estado, pero seguro de que iba a repetir sus visitas todos los días, todas las veces que fuera necesario, mientras pensaba en las veleidades de la fortuna y calculaba el obvio final reservado a aquella anciana desvaída que, apenas volvía el rostro hacia el cohibido visitante, entraba en el delirio de los recuerdos de sus amores volcánicos con Simón Bolívar –“porque en su tiempo no hubo hombre tan rijoso y tan solicitado de mujeres como él”, decía- y en la lucidez sobrecogedora del increíble relato de los enmascarados que asesinaron por la espalda al circunspecto y paciente James Thorne, el marido –lo decía con tristeza- que mientras ella cabalgaba los Andes se consolaba recibiendo los favores de la viuda del general Orué. Y sin renunciar a la conmiseración, Esteban de la Caridad siguió visitándola hasta el mismo día en que Manuela murió fulminada por la difteria, víctima de una epidemia que, para evitar males mayores, obligaba a estibar los cadáveres en un carro de dos ruedas y sepultarlos en la fosa común con la mayor prontitud. Justo en el momento en que se disponía a visitarla por última vez, observó con estupor a dos hombres también enmascarados del cuerpo de sanidad que llevaban el cadáver de Manuela envuelto en la hamaca escaleras abajo, mientras frente a la casa se improvisaba una pira y eran lanzadas a las llamas sus pertenencias, entre ellas el cofre revestido de cuero que contenía las cartas de amor que le escribió Simón. Aterrorizado por el espectáculo, huyéndole al fantasma de la muerte que lo perseguía con el olor de los miasmas de sus propias ropas de seguro contaminadas, logró introducirse de polizón en un barco ballenero de los que no aceptaban pasajero alguno por temor al contagio, permaneció días y noches en su encierro, con las piernas entumecidas y las manos yertas, sin moverse, sin quejarse, oyendo, en cubierta, el cuchicheo de los marineros, las órdenes del capitán y un indescifrable ruido de hierros arrastrados, escondido entre lonas embreadas y extraños objetos que en la penumbra tenían el aspecto de básculas, de catalejos marinos, de relojes de sol, una semana o dos sin probar bocado, tan atormentado por el hambre que, de haberlos atrapado, hubiera disfrutado de un glorioso festín de ratones y cucarachas, y tan necesitado de tomar un poco de agua que a menudo pensaba en la difteria al sentir sus labios resecos y aquel intolerable dolor de garganta, hasta que se sintió desfallecer y regresó a la vida en un amanecer de aire diáfano y gaviotas sonámbulas, en una playa irreconocible, bajo un cobertizo colgado de enredaderas hojosas con flores azules, atendido solícitamente por una india garrida de largas trenzas, en un paraíso del trópico donde aprendió a paladear el cochayuyo y el piure, y de donde escapó tan pronto recuperó sus fuerzas y encontró la ocasión, a pie por regiones sembradas de estremecimientos telúricos, dejando atrás villorrios de pescadores, páramos barridos por los vientos australes, maulerías donde enlazados por una soga pendían de las vigas del techo como ahorcados los ponchos multicolores, conventos de monjas afelpadas que a esa hora se apiñarían en el locutorio, tambos con sus lámparas de aceite encendidas apenas se ocultaba el sol, procesiones de penitentes, casas donde bailaban alborotosos lugareños y se escuchaba el bordoneo de una vihuela, siempre escapando de nada bajo el impulso sin tregua de un delirio de persecución que no lo abandonó siquiera cuando ya estaba de regreso en Cuba.


Calculando, con el ejemplo de Manuela Sáenz a la vista, el trágico final que acompaña a ciertas celebridades –y él, sin modestia, lo era por el simple hecho de su participación junto a Simón Bolívar en la batalla de Carabobo-, su primera idea para burlar el destino fue la de cambiar sus señas de identidad, adoptando el nombre de Inocencio Montejo, pero como desconocía la suerte corrida por su hermano Hildebrando y como barruntaba con buena lógica que a esa hora estaría muerto y sepultado en un desfiladero estriado por pezuñas de chivo, tal como lo había soñado durante tres noches seguidas antes de tener la confirmación por boca de una pitonisa en Paramaribo, decidió reservarse su nombre y apellido verdaderos para garantizar al menos, con un hijo, la continuidad de su estirpe. Pensaba que sin renunciar a llamarse Esteban de la Caridad Humara, para alcanzar una vejez venturosa y el final feliz que de otro modo le serían negados, bastaba con ocultar los episodios de su existencia más comprometidos con la historia, viviendo a partir de ese momento al margen de toda desgracia en el limbo de flores de trapo y estrellas de hojalata de los abúlicos Humara. Dijo que era el hijo de un relojero suizo y de una devota dama que en la misma iglesia donde se hincaba frente al altar engañó a su marido con el sacristán. Dijo que su inclinación de niño por los sextantes y los círculos de reflexión lo llevó a recorrer todos los mares del mundo a bordo de bergantines, urcas, carabelas y fragatas. Sin vanidad y sólo para darle mayor verosimilitud a su relato, dijo que había tenido tormentosas aventuras de faldas con las más espléndidas bellezas egipcias, turcas y senegalesas, con la bisnieta de un príncipe dinamarqués en su almenado castillo de Elsinor, con la hija de un próspero comerciante noruego, con una gitana que conoció en una aldea cercana al Danubio y con una brasileña que en las islas de Cabo Verde lo obligó, en noche de luna llena, a cavar un profundo hoyo al pie de un cocotero donde ella aseguraba que estaban enterrados los tesoros del pirata Nao el Olonés. Dijo que a los treinta años lo atrapó la urgencia de sentir la tierra firme debajo de sus pies y terminó casándose, durante su segundo viaje a Cuba, con una habanera, viuda y madre de tres hijos, a la que sólo puso como condición que no asistiera a misa ni siquiera un Domingo de Ramos. Lo único cierto de toda la narración era su matrimonio con la viuda Orquídea Vidal, una mujer todavía joven y de buen ver, que lo atrajo de inmediato con sus caderas paridoras y su vientre liso a pesar de sus sucesivos embarazos y sus senos que desafiaban la gravedad, y con su promesa de proporcionarle un hijo.


Aunque empezó a amarla sin consultar el corazón, a los seis meses ya estaba imaginándola cada vez más bella en la penumbra del mosquitero y viéndola a la luz del día mucho más bella de lo que imaginaba. Para tirar de la vida, se hizo de una yunta de bueyes con la que aró pacientemente una parcela tomada en arriendo, y después de largas jornadas de trabajo al sol, en los atarderes gualdas regresaba a la casa, donde los hijos de Orquídea estaban esperándolo para que les contara las fabulosas historias de las andanzas por el mundo que se había inventado para burlar el destino. Con el propósio de agradar a Orquídea y también porque ya les había cobrado cariño, Esteban de la Caridad se los sentaba por turno en las piernas y les calentaba la imaginación con múltiples extravagancias geográficas en las que el Himalaya era el sombrero de Michoacán, y el Cuchivero –con sus aguas donde flotaban los caimanes como troncos a la deriva-, ubicado sorpresivamente en la Polinesia, ya nunca más sería un afluente del Orinoco. Y tras los relatos de hombres envueltos en sarapes, vestidos con túnicas beduinas o tocados con una boina en una llanura manchega donde se dejaba desgreñar por el viento una insólita palmera, Esteban de la Caridad volvía a hacerlos felices con la enumeración de los animales que conocía: la jicotea, el sijú, el gavilán, el caballito del diablo –helicóptero de zoológicos presagios que cuando nos acerca el vértigo de sus alas obliga a poner los dedos en cruz-, la tojosa, el tomeguín y la jutía carabalí, para concluir enumerando los animales de enciclopedia que nunca vio: el canguro, el oso hormiguero, el hipopótamo, el orangután, el dromedario y el caribú, uno solo de cuyos dientes -decía con un guiño malicioso- servía a los esquimales de amuleto para alejar el hambre. Se sintió tan feliz con sus cuentos y con el amor de Orquídea que una tarde aspiró de repente una fragancia de majaguas y pinos recién talados y en lugar de seguir el rastro del olor de las resinas que lo conducirían al monte, pensó que las puertas y ventanas de su casa estaban vivas, y esperó sin asombro un estallido de retoños vernales en la madera. Aunque el tiempo pasaba sin que se hicieran presentes las señales de la aparición del hijo esperado, visto mil veces en sus sueños más plácidos, ya individualizado en el verde secular de los ojos de los Humara, seguía pensando que, gracias a Orquídea, era fácil lograrlo con sólo frotar la lámpara de Aladino de su vientre, con sólo respirar junto al pubis el perfume de su fecundidad, y persiguió el milagro cotidiano de los frecuentes embarazos de pobres a lo largo de la historia, sin hacer concesiones a una realidad menos generosa, sin darle pábulo a los comentarios rodados últimamente por la plebe hasta su oído, sin poder creer en las pesadillas recurrentes donde Orquídea lo estaba engañando. “Siempre el último en enterarse es el cornudo”, oyó decir muchas veces a sus espaldas. “A menudo las lenguas malintencionadas,por degracia, son portadoras de la verdad”,le dijo el cura del pueblo. Y al ver que Esteban de la Caridad hacía un gesto de ira: “Aunque todos no podemos, como Jesús nuestro Señor, poner la otra mejilla, te aconsejo prudencia, hijo mío”. Un amigo, para magro consuelo, le dijo: “Tu mujer te está angañando, Esteban de la Caridad. Es cierto, pero arregla esa cara. No hay mal que por bien no venga”.


Hasta entonces había vivido tan arrobado en la contemplación de la belleza de su mujer que nunca se preguntó si el amor era en efecto un sentimiento recíproco como le habían advertido, ni tuvo la menor duda de que en su casa ese sentimiento estuviera dividido en mitades desiguales, ni reparó siquiera en las primeras señales de catástrofe que le entregaban los bostezos de Orquídea cuando él la acariciaba, cuando sus manos de altos hornos candentes bajaban del pecho al vientre –del pezón de cerámica al ombligo- para llegar decepcionadas al regazo de nieves perpetuas que lo esperaban sin esperarlo bajo el mosquitero de las largas noches insomnes subrayadas por ásperos perros que rascaban sus sarnas en los testeros y por grillos acróbatas que frotaban sus alas bajo la luna, hasta el prodigioso instante en que la vio suspirando en la ventana al caer la tarde y tan absorta en sus íntimas congojas que cuando la leche hervía se le derramaba delante de los ojos, otras señales inequívocas de que al fin se estaba enamorando, y todavía pensó que él podía ser el objeto de tantas miradas lánguidas y tanta necesidad de emperifollamiento y tantas flores rosadas en la cabeza y tanta mano en el pelo y tanto sueño despierta.


Sostenido por esa audaz solución ilusoria, despreñado de angustias recientes, pese a que los comentarios volvieron a rodar hasta su oído, también para darle oportunidad al tiempo decía que confiaba ciegamente en ella. Sin embargo, como no podía ocultar los síntomas evidentes de la decepción, ese año aró la tierra pero no la sembró. Y cuando en el otoño se desprendieron las primeras hojas maduras de los árboles, Orquídea lo abandonó para siempre, dejándole una esquela donde le rogaba, sin mayores explicaciones, que cuidara de sus tres hijos.


Se sintió tan solo entre los muchachos que ya no lo alegraban, y tan envejecido cuando veía aquellos pelos blancos en la navaja de afeitar, que no se animó a buscar otra mujer. Gradualmente renunció a la obsesión de defender la continuidad de su estirpe, pensando que la mejor disciplina que podía imponerse era aceptar la realidad. En un crepúsculo de vacas pastando, para consolarse, se entregó al recuerdo de su hermano Hildebrando, que quizá no había muerto más que en los pronósticos de la pitonisa de Paramaribo, y a partir de entonces persistió cuantas veces pudo en el éxtasis irremediable de imaginar que en un vástago de su hermano pudiera repetirse la estampa monumental del primero de los Humara. Alucinado, volvió a acogerse a esa posibilidad por décima vez en el mismo día mirando a los hijos de Orquídea en un solar yermo, en el momento de empinar un papalote que apenas subía se llenaba de fláccidos giros y regresaba a tierra, incapaz de sostenerse en el aire inválido de las seis de la tarde. De vuelta a la casa, Esteban de la Caridad descubrió en la puerta, después de casi haberlo olvidado, envuelto en una aura amarilla de imágenes de santos, al hijo irreal que no le proporcionó Orquídea pero al que podía distinguir fácilmente de los demás hijos procreados en los sueños sucesivos de los otros hombres, el hijo ausente durante los últimos días turbios de su desilusión que regresaba ahora para apuntar con un dedo hacia el armario de cedro en una de cuyas gavetas había guardado años atrás la casaca verde con charreteras doradas que en su despavorida fuga por todos los equinoccios del delirio de persecución llevó siempre al hombro dentro de un morral, y que él se aseguró de no perder mientras corría confundiendo los martes con los domingos y el alba con el ocaso y la necesidad de regreso a la patria con un momentáneo temor al contagio, temor olvidado muy pronto –lo recordaba ahora con creciente nostalgia- en el paraíso de cochayuyo y piure. De pronto se sintió distinto, invadido por una intolerable felicidad, como si pudiera mirarse por dentro y descubrir sus riñones pintados de azul. Sin transición cayó en la cuenta de que si había huido no para escapar a las asechanzas de una epidemia de difteria, sino de las zancadillas de un destino histórico, de una envidiable celebridad de mal agüero como la de Manuela Sáenz, de la gloria alcanzada bajo los pendones rojos del ejército de Bolívar, a marcha forzada entre los vientos helados de la puna, cubriéndose el rostro con la mochila para evitar los granizos que pegaban en las mejillas, hiriéndolas, como voladoras balas perdidas, ahora, ya atrapado por el destino adverso, resultaba innecesario ocultar la verdad, encubrir con historietas de aventuras de faldas su verdadera historia de hombre, en la misma forma que al principio de su regreso a Cuba se percató de que resultaba innecesario cambiar sus señas de identidad y llamarse Inocencio Montejo. Abrió el armario y extrajo el morral. Sacó del morral, lamentándose de no haberlo hecho antes, la casaca verde, olorosa a pasado y olvido y fervores que se renovaban, con el tufo de las cosas largamente arrumbadas, la libró con la mano de arrugas frenéticas, la oreó en las mañanas recién estrenadas a la sombra de un limonero del patio, y se dejó ver con ella puesta un viernes a las tres de la tarde, en la puerta de su casa, con las gloriosas charreteras al sol, y se mostró con ella durante un rato en el portal, caminando de un lado al otro, mientras refería por primera vez que había peleado junto a Simón Bolívar en Carabobo, mientras lo decía con la voz firme con que se pronuncian las verdades elementales, mientras hablaba de una Manuela Sáenz ignorada por quienes comenzaban a mirarlo con curiosidad y luego con estupor y más tarde con lástima, y que al cabo escucharon el relato mirándose de reojo, hasta acceder a los guiños maliciosos y a los cómplices golpes de codo del vecindario que no podía renunciar a la única y verdadera historia de su vida que ya habían aceptado. Y porque deseó que la noticia no se quedara en el círculo de asombro de sus vecinos más próximos, Esteban de la Caridad salió a la calle con su casaca verde y su nueva historia, y regresó dos horas después perseguido por primera vez por los muchachos que le lanzaban naranjas podridas y semillas de marañón al soldadito de plomo que se disfrazaba con aquella casaca color de cotorra, y que siguieron lanzándole desperdicios y otras ofensas cada vez que lo vieron en cualquier esquina del pueblo, mientras los viejos sentados en los portales decían que, por favor, dejaran tranquilo al pobre loco, y las beatas se persignaban y los rostros unánimes lo buscaban con renovado asombro para verle la casaca verde y las charreteras doradas y el paso marcial de su demencia del mal de amores de Orquídea Vidal.


José Lorenzo Fuentes (Santa Clara, Cuba, 1928). Narrador y periodista. Autor de Después de la gaviota, libro de cuentos considerado un clásico de la narrativa cubana, José Lorenzo Fuentes ha obtenido diversos galardones literarios. En Cuba, El premio Internacional de Cuentos “Hernández Cata”, y el Premio Nacional de Novela "Cirilo Villaverde". En México, el Premio Literario "Plural", en el género cuento. Su Libro Meditación, que dio a la estampa inicialmente en español y inglés la editorial Llewellyn, en Estados Unidos, ha sido editado recientemente en Rusia, República Checa, Portugal, Grecia y la India. Ha publicado, además, el libro de cuentos Hierba Nocturna (Ediciones Iduna, 2007), al que pertenece el cuento publicado, y Entrevistas a cinco grandes (Ediciones Iduna, 2008).

2 comentarios:

Omar Casas dijo...

Jose Lorenzo Fuentes es del mundo,
porque lo embruja. Su merito es abrir veredas para trasnocharte con un lenguaje universal, sin apartarse de lo criollo en la cubania que lo atrapa. Dicen que en una alcancia esconde su imaginacion y el dia malvado que la rifen, no habra vencedor. Todos ganamos.

Joaquín Gálvez dijo...

Gracias, Omar. Tus palabras definen muy bien la escritura de José Lorenzo.