Por Armando Añel
Cuenta Johnny Weissmuller que en cierta oportunidad, en la Cuba de la dictadura batistiana, fue interceptado por tropas rebeldes mientras se dirigía a un torneo de golf. Con cara de pocos amigos la guerrilla rodeaba su automóvil cuando al actor se le ocurrió entonar el célebre grito de su personaje cinematográfico: estupefactos, los insurrectos se deshicieron en un apologético y coralmente incuestionable “¡Bienvenido Tarzán, bienvenido!”, al tiempo que acarreaban los autógrafos que el bueno de Weissmuller les repartía.
A partir del Congreso de Educación y Cultura de 1971, y hasta bien entrada la década de los ochenta, el aparato de la censura en Cuba actuó en la mejor tradición del Tarzán de la anécdota; los guerrilleros -léase los escritores residentes en la isla-, desplegados alrededor del hombre-mono, recibieron de buena o mala gana, con mayor o menor reticencia, la bendición de su grito. El llamado “quinquenio gris” dio a la luz a un nuevo sacerdote del realismo socialista, especie de amanuense cuyas funciones -acatar las disposiciones y/o imposiciones del régimen para luego celebrarlas- resultaron claves en el estancamiento de la literatura cubana. Así, se podría hablar tanto de censura como de autocensura, y en el dilatado mapa de la narrativa contemporánea sobran los dedos de una mano para señalar aquellos nombres que desde el interior de la isla sobresalieron per se. Aquí la metáfora vuelve a hacer de las suyas: a fin de cuentas Tarzán ya no necesitaba entonar su canto salvaje... se paseaba en Lada por las calles de la Habana mientras los “rebeldes” le perseguían solicitándole un autógrafo sin el cual ni siquiera eran capaces de acariciar el gatillo. La palabra, colgando del alero del edificio gubernamental, se empeñaba una vez más en pedir ayuda. Pero la situación ha variado parcialmente en los tiempos que corren.
”Hobbes ya había advertido que entre los poderes del Leviatán estaba el supremo poder de definir el significado de las palabras”, nos alerta Giovanni Sartori en Democrazia: cosa é. Definir, o lo que para el caso es lo mismo, escoger. Escoger negando u omitiendo las derivaciones o actitudes “superfluas” o subversivas de la palabra. Pero mientras el Leviatán -esto es, el Estado socialista- escoge negando, los herejes seleccionan derivando. Es en este toma y daca de las derivaciones que el intelectual cubano de la era castrista, hereje por antonomasia de una ideología en bancarrota, ha jugado un papel preponderante.
Una novela está conformada por palabras. Un párrafo está conformado por palabras. Una simple frase, un verso, están conformados por palabras. Si a la novela, al párrafo, al verso, los integra la palabra, entonces ésta confiere a la unidad total un sello único: el de sus actitudes y/o significaciones. A mediados de la década de los ochenta en Cuba, la palabra -literariamente hablando- alcanzó un cierto grado de autonomía con respecto al discurso oficial; sin embargo, y por razones que huelgan, esta vez el término cierto no puede ser contemplado en abstracto: la palabra, en verdad, había logrado ir más allá, pero a costa de difuminar sus derivaciones, de oscurecer o mediatizar su alcance, de deslizar medio cuerpo por la ventana en lugar de transponer la puerta de salida. Por supuesto, los textos publicados en la isla en los últimos años han corrido similar suerte.
Si como ha dicho Carlos Alberto Montaner, con la adquisición de la palabra comenzamos a ejercer nuestra libertad, entonces la literatura cubana, de los noventa en adelante, goza de una autonomía condicionada. Quienes aprendieron a leer entre líneas en los prólogos a las ediciones Huracán, quienes soportaron los “poemas” que el comandante Juan Almeida Bosque publicara en la revista Bohemia, quienes padecieron las historias con que Manuel Cofiño encandiló a los torcedores de la Partagás, podrán aducir que se ha recorrido un largo trecho, pero en esencia no se ha tratado de un tránsito, más bien de una puja interminable. Levantar el techo de la censura con la presión de una palabra a medio hacer no es tarea fácil. Manuel Vázquez Montalbán encabezó uno de los capítulos de su polémico
Y Dios entró en La Habana con la frase “La revolución no tiene quien le escriba”; allí, al preguntarle a Abel Prieto si podía facilitarle “el nombre de un autor o de una obra de escritor cubano que se haya quedado en Cuba que transmita confianza en la situación”, se encontró con una respuesta tal vez inesperada: “ahora, sinceramente, no podría”, confesó el ministro de Cultura, probablemente luego de devanarse despiadadamente los sesos. “¿Entonces puede mencionarme el nombre de un autor o de una obra de escritor cubano que se haya quedado en Cuba que transmita desconfianza?”, tendría que haber averiguado el catalán. “Ahora, sinceramente, tampoco”, quiero creer que hubiera concluido Prieto. Y habría errado por un pelo.
Por otra parte, si cuarenta años atrás la balanza de la cultura cubana se inclinaba del lado de la revolución, hoy lo hace del lado de la diáspora, y los guardianes del orden establecido deben recurrir a métodos mucho menos ortodoxos para salvaguardar sus prebendas. Consecuente con este estado de cosas, el aparato de la censura ha diversificado significativamente su modus operandi. El prólogo encasquetado a la edición de
Fuera de juego, de Heberto Padilla, la misma autocrítica del escritor o una declaración como la del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura actualmente resultarían anacrónicos. Actualmente la galera de la censura navega entre dos aguas, entre su vocación restrictiva y su sospecha de que la isla, aunque a todas luces rezagada, deberá formar parte de un mundo marcado por la tolerancia, la revolución informática, la desideologización y/o diversificación del imaginario cultural.
El atolladero cultural de la Cuba contemporánea no obedece a limitaciones individuales, sino institucionales. No es que los creadores insulares carezcan de talento o perseverancia, es que el sistema les impide desplegar dichas cualidades en un entorno abierto al intercambio, el cuestionamiento y la diversidad. Y sin diversidad no hay cultura. El establishment no admite la crítica desde ninguno de sus bordes, mucho menos desde el izquierdo. Una intelectualidad de izquierdas -como de cualquier otro signo ideológico-, atrincherada en la redundancia del lugar común y la letanía oficialista, no generará o refutará programas, ideas y concepciones si carece de la libertad y/o movilidad imprescindibles para hacerlo. Llevándolo a un lenguaje obscenamente cambiario: sin competencia no hay desarrollo. Y a la cultura oficial, política y correctamente subdesarrollada, le está prohibido competir.
Espacios como los brindados por Internet y algunas publicaciones del exilio, en los que ocasionalmente han aparecido textos de intelectuales orgánicos del régimen defendiendo orgánicamente al régimen, son inversamente impensables en la mayor de las Antillas, donde no sólo no es posible increpar al gobierno, sino ni siquiera defenderlo en la polémica; para un ejercicio de esta naturaleza se necesita a más de uno, y más de uno sería censurado. Ante semejante panorama, la cultura nacional -independiente debiera ser sinónimo de cultura- tiene dos caminos: la sumisión o la huida hacia delante. Huir hacia delante: rasgar la camisa de fuerza del Estado para asaltarlo, ignorarlo o incluso valerlo o valer lo que representa desde la integridad que garantiza la soberanía creativa.
En cualquier caso la estrategia oficialista, que tiene como máximo representante al ministro Prieto, ha derivado hacia un discurso y un uso más pragmáticos -pura estrategia de sobrevivencia-, en los que si aún predominan los cantos de sirena de lo políticamente correcto, se ensayan nuevas variantes y hasta se desecha algún que otro lugar común. El hecho de que hoy día la censura adquiera un carácter velado o furtivo -incluso, algunos escritores ni se enteran o se enteran muy tardíamente de que han sido censurados- habla por sí mismo de la sobriedad con que los funcionarios del Ministerio, de la UNEAC o el Instituto Cubano del Libro manejan el asunto. No se trata entonces de una evolución teórica, más bien de una suerte de reacondicionamiento práctico.
Armando Añel (La Habana, 1966). Escritor y editor cubano. Entre los años 1998 y 2000 se desempeñó como periodista independiente en Cuba, siendo cofundador y vicepresidente del aún activo Grupo de Trabajo Decoro. Tras recibir el premio de ensayo anual de la fundación alemana Friedrich Naumann en la primavera de 2000, viajó a Europa, donde residió en España e Inglaterra hasta radicarse en Miami, Estados Unidos, en el verano de 2004. Fue corresponsal en Londres de la revista madrileña Arte y Naturaleza, y en España, editor del diario digital Encuentro en la Red y la revista Perfiles del Siglo XXI. En Miami, ha sido editor en español de las revistas Islas y Herencia Cultural Cubana. Literatura y artículos suyos aparecen regularmente en publicaciones de Estados Unidos, Latinoamérica y Europa. Ha publicado los libros
Erótica (cuento, La Habana, 1996) y
Escuela de vida (biografía, Miami, 2006), y la plaquette de poesía
Éxodo (La Habana, 1995).
3 comentarios:
Muy bueno el ensayo Anel. Felicidades a ambos.
Gracias anónimo. Un excelente ensayo,con el sello de la lucidez que caracteriza a Añel.
más bien de atrevimiento… gracias a los dos. Saludos!
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