Por
Joaquín Gálvez
Lo peor que le puede suceder a una nación, cuyo fracaso se prolonga por los
excesos de una dictadura, es que la inmensa mayoría de sus ciudadanos sean
portadores de los rasgos psicológicos más nocivos de sus gobernantes y que ni
siquiera sepan distinguirlos. Este es el caso de Cuba, porque aun en nuestras
empresas menores aflora ese enemigo sin rostro con el que convivimos
diariamente como un parásito que medra en nuestras entrañas.
Derechos humanos, libertad de expresión, pluripartidismo, democracia, etc.,
seguirán siendo términos que proferimos vanamente mientras no asimilemos el
espíritu y la razón que los sustentan. Esos atributos de la modernidad forman
parte de una cultura ecuménica que puede entroncar con una cultura local,
siempre y cuando no se interpongan factores corrosivos que condicionen una
brecha.
En el caso cubano, se trastocan virtudes y defectos, se desdibuja la frontera
entre el bien y el mal, se exacerba el regodeo con el morbo, pues nos causa
placer en su propia opresión. De ahí que no reparemos en las consecuencias
negativas del humor humillante (choteo en la indagación de Mañach), porque
nuestra risa también brota de una puñalada al alma del otro. El brete y el
chisme se convierten en una buena nueva que pasa de boca en boca y en el que
siempre existe una víctima (o víctimas), que sacrificamos como parte de este
ritual vernáculo. Como es sabido, cada uno de los participantes contribuye con
su propia versión, para que al final quedemos todos complacidos con el
descuartizamiento.
Por supuesto, ahí intervienen los lastres que nos distinguen: la envidia, el
resentimiento, la intolerancia, la prepotencia, el egotismo, etc. Y aún así
gritamos: ¡Abajo Fidel! Aunque de cierta manera gritamos: ¡Abajo nosotros
mismos! No olvidemos la célebre frase de René Ariza: "hay que tener mucho
cuidado con el Castro que llevamos dentro". Y después de gritos y
discursos, ya hemos cumplido, sin saberlo, la misión del tonto útil, porque al
no poder reconocer en nosotros mismos los males del enemigo que combatimos,
reproducimos sus métodos hasta convertirnos tácitamente en sus cómplices (no
todos los que nos hacen daño son agentes de la Seguridad del Estado).
Entonces, para satisfacción nuestra, ya hemos causado división y hemos sembrado
rencillas entre esos pocos seres humanos, que con gran esfuerzo y dedicación
tratan de hacer algo en beneficio nuestro. Pero qué importa, si lo que más
disfrutamos es seguir siendo fieles a nuestros lastres personales, aunque luego
nos quejemos: “esta ciudad es un páramo cultural…" Y ahora, gozosos por
socavar el proyecto de uno –cuyo fin era que fuese el proyecto de todos los
interesados- proseguimos dándole puñetazos al aire, aludiendo a nuestras
pretensiones democráticas, con términos que nos quedan sumamente grandes, como
si nuestra conducta posibilitase que la caída de un caudillo fuese el fin del
caudillismo.
Ay, no solamente en España, Vallejo: ¡Cuídate, Cuba, de tu propia Cuba!