GENTE DE CAMPO
Si quieres, ahórrate el tiempo que te gastarás en leer la historia de mis padres, pudieras resumirla de la siguiente manera: Mis padres se amaron brevemente, tuvieron un hijo y se odiaron por el resto de sus días…..Fin
Mi padre, campesino terco y sin oficio, amó a mi madre campesina terca y sin oficio, a su manera. Construyeron una casa verde en Santa Ana de Viajacas, aún queda allí el cimiento y algunas tablas traspasadas por el aire, aún queda algún zapato enterrado en la terquedad del fango como si el tiempo hubiera sepultado todo, sepultado los pasos, las fotografías, las memorias, los nombres. La casa era de un verde que entra por los ojos como un chorro de luz incontenible. La ternura era verde o sin color, no había ternura entre las tablas de la casa que se había construido en medio de un terreno yermo donde mi padre se sentó anciano ya a nombrar sobre sus bienes a los hijos que no tuvo, a contar sobre un amor que nunca tuvo y murió y fue sepultado en fango, en el más absoluto de los silencios. Mis padres eran tan iguales que se odiaban y los perros de la casa les ladraban como si les vieran muertos, como si fueran el reflejo doble de un fantasma. La soledad les habitaba como una mosca en la punta de la nariz que todos miran en las conversaciones y nadie espanta. Mis padres se mataron uno al otro, se devoraron uno al otro y tranquilos se sentaron a contemplar sus cadáveres podrirse y a llorar el uno por el otro y así muertos tuvieron un hijo y lo colgaron sobre un muro como un tapiz de oro agujereado. Cortaron los horcones de la casa y la dejaron caer sobre sus lomos y soportaron el peso que un buey mismo se negaría a cargar, anduvieron por los límites de la propiedad sin detenerse, por un año, como buscando un hueco entre las tablas verdes para irse o meter la cabeza. Se vistieron de saco, se desconocieron el uno del otro. Los vecinos dejaron de llamarlos, de mirar sobre las cercas que dividían la cordura, nadie supo de ellos por un tiempo y fueron olvidados y la oscuridad penetró el verde y ahoyó el verde de tal manera que la luz que había antiguamente se fue yendo, las manos que abrazan uno al otro se acortaron.
Mis padres rompieron sus votos con palabras y partieron sus bienes como quien parte un pan con palabras, dejaron de mirarse, de pronunciar el nombre uno del otro y erigieron una frontera verde y se hizo la ley de los domingos en que se ponía un manta agujereada sobre el muro y cada cual tiraba fuerte. Y cuando la palabra no pudo juzgar sobre los bienes llegó la ley de las reparticiones, como gente de campo entramos en el pueblo vestidos con ropa de campo, con zapatos de campo caminamos directo al tribunal y nos seguían gente de pueblo, riendo como gente de pueblo. Se partió la tierra por cordeles, se contaron los perros, las gallinas, los cerdos todos, se repartieron los bueyes y los yugos, los arados de romper la tierra justamente, las medidas del agua justamente y cuando estaban equitativamente dividas en dos todas las cosas, hicieron una hoguera con lo que les pertenecía y ardieron en ella hasta extinguirse. Mis padres eran tan iguales que me cuesta trabajo separarlos por nombres y apellidos, o eran animales diferentes que se acostaron cerca uno del otro como se echa una manada de toros a pastar sobre la roca dura, y sin saberlo se encontraron.
Adalberto Guerra (San Antonio de Cabezas, Matanzas, Cuba, 1967). Poeta, narrador y editor. Reside en Palm Beach, Florida, desde 1994. Ha publicado recientemente “Cazadores de la sombra del ave” (Poesía, Editorial Velámenes). Este relato pertenece a “En el lenguaje lascivo de los perros”, libro de cuento que será presentado en los próximos meses por la Editorial Velámenes.