domingo, 6 de mayo de 2012

Homenaje a Esteban Luis Cárdenas: fotos y una carta de Reinaldo García Ramos


 














                                                                    








CARTA A ESTEBAN LUIS CÁRDENAS


Estimado y viejo amigo:

Te he perdido de vista, no te he vuelto a ver desde hace un largo tiempo.  Como si quisieras jugarnos una broma sencilla, pero rotunda, con tu voz suave que nunca subía el tono, nos dijiste que eras el Centinela de algún barrio perdido, que estabas encargado de custodiar los naipes, los paquetes de hierba, los cigarros, las mesas de la conversación, y ahora resulta que te quitaste el traje de guardián,  te escapaste del cerco que tú mismo habías creado y te perdiste en las callejuelas oscuras de ese mismo rincón de la ciudad o en cualquier otro recodo extraño de este mundo.  ¡Qué broma tan pesada, pero tan tuya, tan divina nos has hecho!  Te las arreglaste para que no te viéramos partir, y la verdad es que te echamos de menos, te recordamos en el atardecer, entre viejos amigos, y a menudo nos descubrimos repitiendo algunos de tus versos (un pájaro de nácar trinaba / en la punta de un mástil amarillo).  Nos hemos aprendido estrofas enteras de tus libros y sentimos tu presencia en esas frases, pero te seguimos buscando.  Y nos preguntamos qué pasó, o mejor dicho cómo ocurrió ese viaje repentino tuyo hacia los misterios del otro lado.

Ya sabrás que algunos de nosotros fueron a indagar en la policía, donde aún te recordaban, y los agentes nada pudieron aclarar (la policía prefiere interrogar, pero no hablar); otros se arriesgaron a entrar en los hospitales, esos antros repletos de anónimos rostros, y preguntaron por ti una y otra vez, y unos seres disfrazadas de blanco se negaron a dar noticias tuyas; decían que no éramos parientes, que no teníamos derecho a conocer tu destino.  Hubo amigos impacientes que se pusieron a revisar los obituarios en la prensa local y nada pudieron encontrar.  Una médium famosa de Hialeah logró preguntarle al espíritu de Carlos Victoria, nuestro entrañable Carlos, y este, que tanto te acompañó siempre y te respaldó y buscó soluciones cuando te perdías en tu delirio, sólo nos pudo enviar una de sus frases más oscuras, en clave, con cierto tono de sarcasmo: No busquen más, él está en su sitio, así es Esteban...

Y ahora, de repente, hace sólo unos días, nuestra común amiga Belkis Cuza, envuelta en su mejor traje de adivina y astróloga, por fin encontró en un banco de datos una fecha para tu desenlace: parece que fue en 2010.  Pero esa constatación resuena en mi mente con más horror aún que todo lo demás.  Después de saber que han hallado una fecha en un archivo sin alma, para mí el misterio ha aumentado; mi inquietud no ha disminuido.

Esta noche el incesante Joaquín Gálvez, siempre alerta en su esquina de las palabras, nos ha reunido aquí para recordarte y me ha pedido que hable de ti, que diga algo.  Y lo primero que se me ocurre decir es que yo no arreglo nada con una fecha, que sigo preguntándome dónde estarás, si allá o acá, si más allá o menos acá, si estás escondido por un rato o fumando en un taburete eterno de tu tremendo barrio y nos miras con tu paz habitual, muerto de risa.  Por eso he decidido escribirte esta carta.  Porque me sigo preguntando muchas otras cosas.

Por ejemplo, Esteban, nunca me dijiste cómo te las arreglabas a principios de los años 70 en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional, donde trabajabas arduamente, para mantener la sonrisa y tu dulce tono de voz, cuando las bibliotecarias irascibles de aquel sitio te pedían más esfuerzos, más “rendimiento”, y yo te preguntaba si podías conseguirme un artículo perdido de José Manuel Poveda para un ensayo que estaba haciendo sobre él, y tú nunca dejabas de recibirnos con calma ni dejabas de moverte con una tranquilidad intransigente.  ¿Cómo te las arreglabas, Esteban, para nunca dejar de sonreír?  Esa sonrisa tuya muy leve, pero siempre presente.  ¿Cómo lo lograbas?  Porque las sonrisas son difíciles de sostener ante el hostigamiento, ante el infortunio, y me parece que tú tenías ese secreto; sólo tú nos lo puedes decir.

¿Y quién puede explicarnos ahora de qué manera un intelectual como tú, con su cabeza llena de libros y de excelente poesía, se lanza desde un alto edificio habanero, como si fuera Peter Pan o Barbarella, para caer (sin perder casi la sonrisa) en el patio de unos embajadores argentinos?  Sí, ya sé que te partiste algún hueso y que los embajadores te entregaron con crueldad, y el gobierno te encerró varios años en la cárcel por eso, pero... ¿cómo lo hiciste, cómo imaginaste que era posible hacerlo?  Amigo mí, si viviéramos en la Grecia primitiva, cosas como esas bastaban para que los seres humanos ingresaran de golpe en el dominio de los héroes y enriquecieran para siempre la mitología, bien lo sabes.  Ese día, no tengo ya la menor duda, entraste de lleno en el reino de las leyendas de nuestra isla mental, las leyendas que nos ayudan a sobrevivir.

Y tal vez ahí es donde estás, sentado con placer a la sombra, tomándote una cerveza bien fría, y sonriendo de lo lindo.  Te nos escapaste, Esteban, para demostrarnos que Miami también tiene sus desaparecidos, pero sobre todo para reclamar tu puesto entre las leyendas útiles que alivian nuestro desamparo, bajo el rigor del sol que nos calcina en este exilio interminable.

Te queremos siempre,



Reinaldo Garcia Ramos

Mayo 4 de 2012

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