jueves, 21 de noviembre de 2013

ARRECIADOS POR EL ÉXODO


ARRECIADOS POR EL ÉXODO
María Eugenia Caseiro

Editorial ICE (Imagine Cloud Editions)

 Por Mireya Robles
Se inicia el poemario con una Profecía: “Y alguna vez vendrán a remontarme / lavados con el brillo de sus pies, / aquellos hijos de estos pies enormes / colgados al sillón que mecerá sus casas”.  Pudiera indicar que ya en espíritu, meciéndose en un sillón de la que fue su casa, los que aún están encarnados en el mundo de los vivos, vendrán a ella, estableciendo así que no hay una ruptura definitiva entre el plano de la muerte y éste que tenemos por nuestra realidad. Dedica el poemario no solamente a su familia, sino también a sus muertos, en niveles  en los que no hay separación porque son parte de un todo indivisible.

 En uno de los  poemas de María Eugenia Caseiro titulado “Que en casa de Yewá me esperen siempre”, no incluido en Arreciados por el éxodo, el leitmotiv que aparece cada tres versos --¡Hija del viento soy!—podría indicar un atisbo de inmortalidad: que, en la casa de Yewá –el cementerio--, se quedarán esperándola eternamente porque allí su alma libre nunca podrá ser encerrada. Pero mi interpretación inmediata fue la de su voluntad manifiesta de que la esperen esos seres queridos que ya han pasado a otro plano, para acogerla en el momento en que a ella le toque habitar la casa de Yewá.

  Tratar de interpretar un poema creacionista es un reto y tal vez, una audacia desmedida porque el verso sale directamente desde el origen, desde la fuente donde fue creado, y llega al lector por una corriente interior, profunda, sin pasar por un proceso de razonamiento. Nos encontramos constantemente con un elemento de sorpresa, porque el poeta creacionista tiene una visión omnisciente que le permite seleccionar fragmentos de distintas realidades que él recibe a la vez, y sintetizar esos fragmentos para formar una nueva realidad. Como sugiere Vicente Huidobro, no se trata de describir la rosa, sino de verla crecer, de crearla en el poema. Y en su “Arte poética” llega a afirmar que el poeta es un pequeño dios. Este pequeño dios está presente en todo el poemario de María Eugenia Caseiro: “tus dedos, mis dedos, nuestros / funden lingotes de animales / cautivos de ti.” 

  A veces nos parece que estamos ante un éxodo real cuando nos dice: “Como cobos arreciados por el éxodo, / no hubo sacapuntas escarmentador / ni bigornias vigías, / ni las propias tijeras extenuadas / de cortar en tiras cada noche, / que no se enrolara en  nuestro arca.”  Lanzados al éxodo, desfilaron todos los elementos que fueron parte de su entorno, para ser guardados en el recuerdo. Sólo así se mantendrá ese pasado del que somos  parte y que si desapareciera, desapareceríamos también: “Así logramos sobre nosotros mismos / ser invulnerables.”  En “Naufragio” vemos viajeros llenos de la alegría de la esperanza que son, a la vez, seres desvalidos, expuestos a peligros de muerte: “Y se hicieron a la mar con sus disfraces / prendidos al envés de la baraja / que los llevaría al fracaso, / risueños argonautas de papel / a quienes la borrasca / o un dedo del azar / interpuso el naufragio.” 

    Pero también está presente un velo fino, transparente, que marca un éxodo vivencial dirigido hacia la nada, hacia el reconocimiento del vacío que nos deja la muerte física de un ser querido, el vacío que nos queda cuando languidece el amor, la premonición de nuestra propia muerte.  Hay pautas que aparecen en el poema “Saltar”: “Acaso el polvo en sus cuatro estaciones / nos sepulte”.  En “Esperar”, vaticina: “Las ventanas se apagarán un día”. Enfatiza: “polvo   polvo  el polvo”.  Habla de “blancos palacios de hueso”, “esperándote, esperándome”.  En los cuatro segmentos de “Nadas” la pérdida se presenta visualmente en versos que se van acortando como se acorta una vida:

 Lo que no emplea siquiera costumbre

lo que guarda tibio reposo dentro

dentro  dentro  adentro    

la noche dentro, todo

ese camino cerrado

padecido, mustio

último.

 El poema titulado “Lienzo” es una bella elegía en la que la pureza de la juventud de su hijo está representada en la blancura de la tela: “Como un ángel que entibió la perfección / antes de partir y su tierno cadáver / es un sorbo de luz entre los árboles, / un tapete de blancura / se derrama en las planicies de la hora.”   En “Residuos”  describe el momento de la muerte de su padre: “Eran tus manos de azahar / dormidas sobre mí, / besé llorada la pintura / que rompió la noche / -dos mitades como dos fantasmas / aplazaron el mar- / nosotros sombra tumbada / en el instante en que te pierdo.”

 En la tercera parte de “Yo, tú, los árboles”, comienza la repetición de palabras que utiliza en varios poemas para intensificar una condición, reafirmar un propósito, acelerar el movimiento. Se sitúa en una época, acompañada de ese otro ser que tantas veces aparece a su lado, viviendo momentos felices en los que talmente parece que estuvieran estrenando la vida en todo su esplendor, arropados en el frenesí de crear: “No desentrañamos / aquellas vertientes que trajeron la sal / cuando pensabas, cuando pensaba, /sembrar  sembrar  sembrar/ eternamente/ pasajeros felices, trenes novísimos / caminos, tildes, radios, señales; / dibujos olorosos a jabón, paisajes / sin límites…”  Pero de momento asoma, a modo de presentimiento tal vez, un instante  ensombrecedor, bellamente expresado: “y la espina en el naranjo de tu piel / doliéndole a la lluvia.”  

 “Morder lo breve” consta de cuatro partes encabezadas por flechas que señalan  diferentes direcciones: hacia la derecha, hacia la izquierda, hacia arriba, hacia abajo, para marcar el giro vivencial, en cuatro instantes, de dos seres creados, tal vez, por la imaginación de la autora.  En la primera trata de explicarse las razones por las que se ha perdido la vitalidad del amor: “A causa de mis vestidos rotos, / de mis estrellas fracturadas, / de mis paisajes eternamente cosidos al recuerdo, / alunizan tus avispas de seda buscadas en el aire / lo que no nace dentro”. Pero a pesar del deterioro del amor, la unión continúa, quizás porque las circunstancias así lo determinan. Y, a pesar de lo que ya se ha convertido en un “rodante cielo aburrido”, siguen, “tomados de la mano”.  En la segunda parte la convivencia se lleva como si el amor pudiera ser la realidad que ya no es: “Que no se diga nunca / que mi boca, que tu boca / sin palabra mentida / elige tarde un algo, un beso / muerde.”  En la tercera parte trata de retener lo que queda del amor, aunque sea en el pequeño nivel de lo cotidiano: “Morder lo breve / lo nuestro mordible, querible / en cremalleras, en bastillas, / en los botones estampados en las blusas, / en la seda silenciosa del bostezo.” En la última visualiza el momento “Cuando nadie, cuando nada quede”. 

En los momentos de vacío en los que ya no tiene “estrellas que contar”, se refugia en el seno materno, donde identifica “el vaivén de sus pulmones / sus arterias calientes”, donde sabe que para la madre ella es un tierno ser –“blanda gota concebida”-, hasta el momento de su nacimiento, cuando sale a ese pasar del tiempo que es la vida: “travesía vertical / hasta el mar de toda hora”.  

Como lo hiciera César Vallejo con la palabra “trilce” --posible combinación de triste y dulce--, aparecen en el poemario palabras que se unen para formar una nueva: lunijunto, velasombra, vuelapétalo… Contrariamente a la cosificación que vemos en algunas de las pinturas metafísicas de Giorgio de Chirico –como Le Muse Inquietanti, Etore e Andromaca, Il guadagno--, en la poesía de María Eugenia Caseiro se personifica lo inanimado, lo abstracto, lo vegetal: “la lluvia con zapatos de cristal”; “Yo, tú, los árboles de lágrima torcida / como lenguas sedientas, /  navegamos la lluvia  sin timón”; “Después todos los bancos / lánguidamente recostados a mi espalda / fueron tibio hospedaje del adiós”.  Son versos que se mueven en la bruma, tan etéreos que son como una música en la que el significado de las palabras se diluye para formar mundos nuevos.     

 

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