miércoles, 6 de febrero de 2013

Fragmento inicial de la novela "La Casa del Sol Naciente", de Daniel Morales



No bien el ruido del teléfono me despertó, lo primero que me vino a la mente fue una soga capaz de soportar todo el peso de mi cuerpo. Vi la hora, serían pasadas las cinco, pero no entendí, así de pronto, el tiempo.

Esperé con el auricular pegado a la oreja, escuchando un vacío. Ya iba a cortar la comunicación, cuando sentí la voz de mi madre distorsionada por el llanto.


Aquellas lágrimas eran un buen síntoma. Todas sus llamadas se resumían en un reclamo por mi condición de mal hijo. Entonces deseché la idea de una recaída, y me decidí a hablarle.

Empecé como siempre, con alguna disculpa, pues en nuestra relación cada cual aceptaba su papel sin reproches. Sin embargo, no fue igual que otras veces, porque al instante me interrumpió, más calmada, para decirme que la Abuela le había aclarado la sospecha de que ella no era la persona que siempre creyó ser.

Según lo poco que oí habíamos recobrado, en el lecho de la moribunda Abuela, nuestra genealogía. No sé qué motivos tendría mi madre para sentirse mal ante la posibilidad de verse despojada de los felices recuerdos de una ascendencia llena de primos y tíos. Una familia de la que sólo habíamos recibido sobras.

Sus palabras me sacaron la rabia acumulada desde mi niñez por el agradecimiento que mi madre le guardaba a ellos (tan diferentes a nosotros) por habernos permitido servirles, siempre y cuando nos limpiáramos bien los pies antes de entrar, por la puerta de atrás, a sus pulcras vidas, y disimuláramos la náusea provocada por las sobras que nos ofrecían con exagerada bondad.

El teléfono rodó por el piso del cuarto, algunos pedazos aún quedaron prendidos del cable, resistiéndose a callar los juicios de mi madre en relación a unos sucesos ocurridos a cientos de millas de aquí, y a más de medio siglo de silencio de la Abuela, que nos inventó una confesión destinada a preservar el pasado de todos sus descendientes, confiada en que la angustia de su existencia la exoneraba de aquella mentira.

Regresé a la cama y volví a pensar en la soga, en mi posible error de cálculo para soportar el peso de mi cuerpo. Afuera, los autos emitían un murmullo semejante a los rumores del viento, y la presumible nieve lo cubriría todo.

Permanecí acostado, contemplando el gris, sintiendo el frío que suponía la abundancia de ese tono.

Recordé que alguien me había escrito para decirme que ya tenía mi propio Londres. Mi presunto amigo no aceptaba que hubiera venido huyendo de la luz, que hubiera optado por las sombras y me limitara a interiores, a una penumbra que aquí, en el norte, había encontrado tan agradable, como para no moverme nunca más de este sitio.

Debió haber transcurrido bastante tiempo desde que interrumpí los lamentos de mi madre, porque de nuevo miré el reloj y esta vez pude reconocer la claridad que se filtraba a través de la ventana.

Habría dormido cerca de doce horas.

Al levantarme, una sensación de debilidad me hizo caer otra vez sobre la cama. Me paré despacio, y esperé hasta recobrar la costumbre de la verticalidad.

Me acerqué a la ventana del cuarto y descorrí las cortinas para que el conocido paisaje de afuera —un edificio de ladrillos desnudos con las ventanas cubiertas con hojas de periódicos, la cerca de tablas rotas y la peste de la basura proveniente de los depósitos desbordados de inmundicias— me trajera de vuelta.

Pero al enfrentarme al paisaje vi que el edificio del fondo tenía las paredes pintadas de un verde nítido, y cristales oscuros en las ventanas. En el patio no había cerca, y la frondosidad de un roble se desplegaba en todas sus ramas y hojas de colores amarillo, rojo, sepia. Abrí la ventana y el aroma del árbol entró en al cuarto. Sin frío ni nieve. Sin gris.

Cerré la ventana, corrí las cortinas y me encaminé hacia el baño confiado en que el impacto del agua en mi piel me haría recobrar la impresión invernal del tiempo. Dejé brotar el agua caliente hasta que el humo subió; regulé la temperatura. Hundí mis manos en el líquido, mojé mi rostro, levanté los ojos, miré el reflejo de mi cara en el espejo envuelta en el vapor y abrí la boca: la debilidad volvió a llenarme. Terminé de lavarme, y me fui evitando el reflejo de mi rostro en el espejo.

Me serví el café y lo bebí despacio, mientras elegía la ropa para salir. Me puse el abrigo y el sudor empezó a correr por debajo de mis brazos. Un vaho caliente me golpeó junto a la puerta del cuarto. Aun así yo no aceptaba el cambio, insistía en el gris a pesar del calor y la imagen vista desde la ventana.

Llegué a la calle asfixiado. El sol me lanzó hacia el interior del edificio. Subí. Me quité el abrigo y lo tiré dentro del cuarto.

En la calle estaban todos los colores menos el gris. La luz hacía relucir todas las cosas. No había nadie. La quietud y el silencio se habían generalizado.

Aunque no era la primera vez que olvidaba dónde había parqueado mi auto, creí que se lo habrían robado porque no hallé la referencia del lugar que suponía: frente a la farmacia, por ejemplo; ni tampoco vi ningún otro vehículo mientras buscaba.

Los sucesos se fragmentaban en mi memoria. Aquel sol pertenecía a una latitud que yo había superado desde hacía mucho tiempo. Me resultaba difícil entender el cambio del gris por aquella claridad, la ausencia de los trenes y sus ruidos.

Pensé que quizás la imagen de la ciudad, en la otra orilla, aún permanecía entristecida por las brumas que ocultaban los edificios y las cúpulas de las catedrales; y me fui hacia el bulevar junto al río, extrañando en los cruces de las esquinas la irrupción de los transeúntes.

Pero al terminar la cuesta, emprendí el descenso con un impulso violento. Corrí, tropezando y cayendo, mientras resbalaba hacia una oscuridad súbita, hasta el fondo de un lecho de piedras húmedas.

A pesar de haber recibido muchos golpes, logré ponerme de pie. Miré hacia arriba. La calle ascendía en una pendiente imposible de remontar. Vi los pulidos adoquines empinados hacia la luz y palpé las paredes del hueco tratando de hallar una grieta, alguna piedra donde apoyarme, o tal vez una soga capaz de soportar todo el peso de mi cuerpo, para subir a desconectar el teléfono antes de que volviera a escuchar, en el contestador, la voz de mi madre distorsionada por el llanto.

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Fragmento inicial de la novela La Casa del Sol Naciente, de Daniel Morales. El libro se presenta el próximo viernes 8 de febrero, a las siete de la noche, en La Otra Esquina de las Palabras, en Café Demetrio (300 Alhambra Circle, Coral Gables).

Publicado originalmente en Neo Club Press

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