miércoles, 18 de enero de 2012

Fotos de la presentación de Magali Alabau y José Triana. Reseñas de Ena Columbié y José Prats Sariol





































                                                              Foto: Lapitu

Dos Mujeres que son muchas

Por Ena Columbié


Hay cierta religiosidad y respeto entre los poetas y amantes de la poesía cuando nombran, o tan solo citan a Ana Ajmátova (1889-1966) máxima figura femenina del Acmeísmo ruso. Hay mucha admiración por su limpieza y claridad en las palabras, y porque su poesía representa la soledad, el sacrificio y el sufrimiento que muy pocos poetas han podido franquear y plasmar. Cuando Magali Alabau escogió abrir su libro Dos mujeres (Betania 2011) con una cita de algunos versos de Ajmátova, Oirás el trueno y te acordarás de mí. /Pensarás: ella quería tormentas. /Los bordes del cielo serán de un intenso color rojo. /Y tu corazón, como entonces, arderá en llamas, estaba preparando al lector para la poesía a la que se enfrentan, y que irremediablemente los marcará para siempre. Sin más regodeos Magali comienza a contar su historia:


Las dos mujeres son la misma


pérfida cara de su exigente


yo envalentonada,


llenando de aire las orejas,


creciendo la pechuga en ese pecho


donde sale la otra, la huérfana que cae


entre las piedras que dejan cruzar hacia el peligro.


Una levanta el brazo en casi aquel un saludo conocido,


la otra, camina insegura hacia la guerra.


Es cierto que hay cierto parentesco entre esta poesía de Ana Ajmátova y la de Alabau; pero también lo hay con la poesía de Marina Tsvetáyeva (1894 - 1941). Se desliza la cubana por los pasillos de la intransigencia y valentía de las rusas, incluso con más independencia. Comodidad pocas veces vista en una poeta caribeña. Es que las grandes voces por lo regular tienen una conexión inexorable en el manejo de la lírica, el estilo, las temáticas y mensajes. Dice Marina Tsvetáyeva¡Insomnio, amigo mío!/ Otra vez tu mano./ Mientras alzo mi copa/ te encuentro en la callada,/ en la sonora noche. Alabau responde, Qué importa si duermo al otro lado del perfil de la luna que invita/ desajustes, qué importa si me quedo esperando al monstruo/ que no llega, a la vieja profecía de identidad y trance/ que pude cultivar en ratos lúcidos, deslumbrantes ojeras.


Las mujeres del poemario en realidad no son dos, sino muchas, todas las que habitan a Magali, y otras que han pasado dejando marcas de las que no puede desprenderse, Tú y ella/ empujan el deseo/ que desliza la palma/ de mi mano a tu cintura… Alabau en su afán de esclarecer las escenas del dolor, salta de la segunda a la primera persona del singular entremezclándolas, dándole al lector una forma sutil, poética, pero real de ese dolor, logrando la expurgación con el propio examen de conciencia,

Me deja.


Me abandona.


¿Y quién defenderá


el honor de los ocasos perdidos?


¿Qué tranquila desolación


inventarás para pintar


el panorama al que no entras?


Allá están los otros


los que no callaron al verdugo


con sus lágrimas caducas


aprendidas en la escuela.


A ellos les tocó el duro viaje


de la barca en el estanque.


No hables,


no retoques la miseria,


aquellos no imaginan otro mundo…


Hay un movimiento constante de desencuentros y retornos. No es precisamente un medio estático en el que coloca Magali a sus mujeres, a ella misma. Y lo que las unen no son meros hilos que la escritora puede mover a su antojo, son los tormentosos recuerdos que rebeldes pasan a gran velocidad dentro de un fluir constante. La “narradora espejo” no es un juez detenido, ni un tradicional contador de cuentos, su omnisciencia va más allá de sólo ser una parte, es también el todo. Son ellas en sí mismas los propios círculos concéntricos que giran armando historias; cada una es esencial, porque son esencia única de lo que se dice y calla.

Olvidar cuando planeamos


la muerte de los otros,


cuando caminamos con pesar


machacando las piedras


del camino,


cuando un solo pensamiento


hubiese cambiado el rumbo


del destino de otros.


Los tres núcleos que conforman Dos Mujeres: Al espejo vuelves, La más heroica de las amazonas y Adioses diferentes, es la espiral por la que transita esta poeta amplia y peliaguda. Ellos tres marcan los respiros que se suceden desde el punto de partida del libro, hasta el regreso a ese mismo punto luego de terminado el ciclo. También sirven como sosiego para ese largo soliloquio frente al espejo, frente a la vida, donde la poeta está sumergida contando su discurrir. Al final la despedida, el desarraigo de sí misma.

Al verde te esfumas,


te recoge la menta


en sus brazos aletas,


pasajera inútil


devuelta a sus orígenes,


qué hago sosteniéndote


si no me perteneces.


Este libro se nota que está hecho de a poco, bien pensado y cincelado como una escultura, muy meditado para luego, expulsarlo en un trance doloroso y febril. Imagino que escrito sin interrupción hasta el agotamiento. Igual pasa con la lectura del poemario, es una carrera continuada para poder saborear todos los matices, los colores, las temperaturas. El lector concluye exhausto; pero indudablemente con un cambio interior profundo. Dos Mujeres es un libro acabado, uno de los más impresionantes de los que he leído en mucho tiempo.


Cortesía: El Exégeta


José Triana, Orfeo en sus espejos

Por José Prats Sariol

A sus ochenta años, José Triana exhibe su estirpe de dramaturgo. Los circuitos culturales reconocen que sus obras teatrales —encabezadas por La noche de los asesinos— se hallan entre las más relevantes dentro de las escritas y representadas en el mundo de habla hispana de las últimas seis décadas.


Ignorar su teatro forma un pleonasmo: es de ignorantes. Pero, ¿cuántos saben que junto a esa justa fama siempre ha estado la escritura de poemas? Yo mismo confieso mi pleonasmo. Era como en el romance: un "pobre ciego que no ve". Había leído algunos poemas por ahí y por allá, año sí año no. Admiraba su sensibilidad artística, pero apenas me entero por estos dos volúmenes de que Pepe Triana siempre, desde la adolescencia hasta mañana por la tarde, ha escrito poemas.

Gracias a esta amplia "antología personal", casi ordenada cronológicamente, podemos potenciar las valoraciones sobre este escritor cubano exiliado en París, establecer curiosos vasos comunicantes, sin géneros literarios establecidos como zonas impermeables. Y al cabo de la lectura, en los apuntes previos a la redacción de este primer acercamiento, lanzar una hipótesis: quizás los más intensos parlamentos de sus obras teatrales sean poemas, quizás los mejores poemas sean escenas dramáticas.

Intentaré fundamentar la idea, en la inteligencia de que hacerlo forma parte de ese raro, extraño placer de formar evidencias. Porque no se trata del narrador, ensayista o dramaturgo que además, como de pasada, escribió uno que otro poema, curiosidades para biógrafos. Es un ejemplo similar al de Virgilio Piñera —su vigoroso precursor— y único hasta nuestros días para los dramaturgos, dentro de la literatura escrita por cubanos. Es un quehacer tan fuerte como el de Dámaso Alonso con Hijos de la ira o como fuera la fotografía para Juan Rulfo. Nada que deplorar, lo que sí nos ocurre con los supuestos "poemas" de Alejo Carpentier, Julio Cortázar y tantos otros.

Ese "don" es lírico. Nunca épico. Pero sí —intensificándolo— muy dramático. Desde esta señal vale añadir que solo con Orfeo en la ciudad (2001) José Triana tiene asegurado —aunque no hubiese escrito otros poemas— un territorio en el canon de la poesía contemporánea en español. Y por supuesto que incluyo la escrita por cubanos, en particular sus coetáneos: Heberto Padilla, Fayad Jamís, Francisco de Oraá…

Orfeo en la ciudad quizás sea la más fuerte evidencia de esa sesgadura estilística lograda por la dramatización: la puesta en escena como relación entre el motivo del poema, las voces que allí se despliegan, el autor desdoblado, los ritos órficos, los paisajes anímicos y desde luego que las sucesivas persianas o hendijas que se le entreabren al lector.

Maestro de los claroscuros, urdidor de luces tenebrosas, indiscreto testigo de sí mismo, las combinaciones verbales y los saltos entre las referencias saben sugerir cimas y simas, precipicios ontológicos desde su escepticismo, y picachos éticos desde su inquebrantable dignidad personal. Cualificada rabiosamente por el cariño al "otro", que busca y a veces encuentra hasta al extraño —extranjero dentro de su altiplanicie anímica.

Extenso memorial, Orfeo en la ciudad también —y muy bien— resume la singularidad que apenas esbozo —a reserva de un ensayo caracterizador—, presidida por la presencia lírica de la primera persona. Además de proyectar su "angustia de las influencias" y resolverla en homenajes, sabias asimilaciones, como se disfruta —un solo ejemplo— en el musical uso del encabalgamiento y de las pausas al interior de los endecasílabos, aun en los versos libres.

Quizás la influencia decisiva se halle —sutilmente— en su amoroso conocimiento de la poesía española de los llamados Siglos de Oro, que culmina en Góngora, Quevedo, Lope de Vega, Calderón... Sobre todo los dos últimos, poetas-dramaturgos o a la inversa. Resulta placentero descubrir en algunos de sus versos o en la composición del poema las fértiles raíces de aquellos gigantes. "Esbozos de un esbozo que ensombrece" —como declara en un endecasílabo de una estrofa donde modula, nunca define, su poética.

"Ni soy Orfeo ni Eurídice trémula,/ viejas parábolas y subterfugios,/ figuraciones concisas y rápidas/ de la impostura y del desasosiego" —afirma en la estrofa que precede el increscendo, urdido como en los últimos minutos de un filme de Visconti, donde el espectador prevé el clamor que lo impele a quedar pensativo, imaginando… O como en las tragedias de Eurípides y el teatro de Camus, como en Muerte sin fin de José Gorostiza, donde no por previsibles los versos se aciclonan con Shakespeare, arrasan con las digresiones, concentran el interés.

Porque el signo distintivo de los poemas de José Triana —de ahí Lope y Calderón, de ahí, claro está, Virgilio Piñera— se halla plausiblemente en su preciso, profesional sentido —que desde luego no excluye intuiciones— del arte teatral. Logra que el lector se "represente" el texto. Logra que veamos y oigamos, caminemos junto a uno de sus recuerdos de La Habana Vieja o de Bayamo, de un cumpleaños o de un "oscuro enigma", siempre de un "sí mismo" que elude escabullirse, esconderse tras la impersonalidad de un "se" o de una tercera persona. Siempre interactuando.

En Golpe de sombra —una de sus primeras colecciones de poemas (1969)— incluye uno que argumenta desde hace por lo menos cuatro largas décadas, la afirmación del sesgo dramático. Se titula "Dictado de Lope y Quevedo". Es un soneto cuyo verso final abre el centro existencial. Dice: "rastrearemos la sombra de la sombra". El detalle está en que se lo dice a la personificación del poema. Pura prosopopeya. Puro desdoblamiento. Manierismo y escepticismo que se funden.

Porque José Triana —a diferencia de otros escritores— jamás se ha dejado tentar por mesianismos o creencias facilistas. Agnóstico y escéptico, a veces melancólico, su centro espiritual y filosófico parece sólo interesarse en la ética. Una ética sin prejuicios, pero que desdeña cualquier tufo oportunista o falta de honradez, de autenticidad. En un poema juvenil dedicado a Enrique Piñeiro (18 entre los "Poemas finales", De la madera de los sueños, 1956-7) afirma: "Estoy a la intemperie, y a la intemperie siento / que debo prepararme / a morir simplemente y sin disfraces".

Sus certezas privilegian las dudas, a partir de la conciencia —Nietzsche, Heidegger…— de que no somos dioses, como confiesa en uno de los mejores sonetos: "Teseo y el Minotauro". Y reafirma una y otra vez —casi obsesivamente— en otros poemas fuertes: "Instante" ("Todo lo que me agobia se concentra/ en ti, mortal angustia, y sobrenado/ vanamente vestido de perplejos."); "Ante el espejo" ("…Quién, quién asume / el desastre, o debacle, quién, Dios mío…"); "Como un sombrío mapa", "Junto al templo de escarcha" o "Hölderlin en su celda", dedicado a Gastón Baquero, con quien tantas afinidades poéticas tiene, a partir de priorizar arrogantemente —¿por qué no?— su espacio privado, la polis de sus afectos y lecturas.

De ahí que dé "Vueltas al espejo". De ahí que le interese más el trayecto que la detención. "No somos dueños de nosotros, sólo/ un espejismo que atraviesa edades" —dice en "Identidad". Y en efecto, la aventura ontológica deviene, fluye presocráticamente, aunque no sepa —sepamos— si se trata de "dar a la mar", como en Jorge Manrique, del sentido budista o de la resurrección cristiana. Lo significativo es que no debe confundirse con un sentido pesimista de la vida, mucho menos amargado o quejoso. Sería demasiado simple —hasta marxista— confundir su lucidez existencial con el abatimiento.

Exaltar la fugacidad remite a Epicuro. Disfruta los instantes donde quiera que estén. Lo que sucede es que casi nunca se engaña, como leemos en "Visiones de Key West", donde permanece Juana Borrero y el cercano salitre de Cuba. Si algo ensalza es el "Gozo de ser", quizás porque lo sabe de sombras revoloteando como las brujas de Michelet, tasajeado por el implacable bisturí de Samuel Beckett.

Hace mucho tiempo una tía le anunció: "Prepárate a morir con tus palabras". La paradoja se ha cumplido: Prepárate a vivir con tus palabras, que esta compilación potencia y tonifica. Las melancolías no son el "Colofón", porque dicen: "Todo me acerca a lo imposible". Y aquí en los mejores poemas es posible tu espejo.

¿Y entonces? Se abre el telón de boca. Lezama se asoma al balcón-ventana de Trocadero. Te busca en la noche hacia el Paseo del Prado. Orfeo funda la ciudad.

Cortesía: Diario de Cuba

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