miércoles, 24 de noviembre de 2010
RAMÓN COMEGALLO
Por Alejandro Fonseca
Como toda ciudad provinciana del mundo, Holguín, Cuba, tuvo varios personajes que la gente les llamaba locos, aunque para la argucia tropológica de Coco Salas, eran “criaturas erotizadas”. Y es que en esta ciudad, del norte cubano, tuvo (y aún tiene) una importante galería de orates que han deambulado por toda la historia cristiana de este hato rodeado, no de agua precisamente, sino de lomas donde ahora se esconden, en rocosos hangares abandonados, las armas escleróticas de la Guerra Fría. A las calles de Holguín, perteneció, desde los cincuenta, un hombre negro que siempre tuvo la misma edad, de furibunda mirada, dientes de oro, bastón o estilete, joyas de dudoso valor y una manía constante (que aún el cubano de ahora la sigue padeciendo) de entrometerse en cualquier asunto, y hasta opinar de temas que desconoce. A esta criatura “erotizada” le hacían llamar “Ramón comegallo”. Este sobrenombre, que le producía una cólera incontrolable, se lo había ganado en las otroras lidias de gallos, celebradas en la famosas vallas, que pululaban alrededor de la ciudad y que fueron prohibidas para el populacho a principio de la Revolución, pero que continuaron, un tanto encubiertas, para algunos pertinaces violadores de las leyes y otros que pertenecían a la nomenclatura oficial del gobierno. Nuestro personaje de marras se dedicaba a recorrer las vallas de Holguín, y a esperar que muriera uno de aquellos diabólicos animalitos, para pedírselo al dueño y convertirlo en un delicioso fricasé. Por aquellos tiempos en que a Ramón le guindaron aquel nombrete innombrable, la ciudad gozaba de muchos mercados donde se exhibían millares de plumíferos de todo tipo, y a todo precio. Este acto miserable de Ramón de comer animales muertos, amoratados, le causaba repugnancia a la gente. Decir que alguien se había comido un gallo descuartizado en una lidia, no era nada halagador. Pero también, como decía antes, este personaje padecía de una paranoia progresiva. Siempre se mantenía presto a cualquier mirada, a cualquier gesto, a cualquier movimiento al soslayo. Es decir, pendenciero por naturaleza, su arma preferida era propinarle insultos, amenazas y descalificaciones a todo “adversario” que le chillara el nombrete fatal de “comegallo”. Por razones del azar, hace muchos años fui testigo de cierto pasaje que siempre recordaré, acontecido una mañana en un ómnibus público, que a esa hora viajaba un poco vacío, donde sólo se encontraban personas mayores bajo un silencio casi absoluto. En una de las paradas, entre varias personas que tomaron el ómnibus, apareció la figura oscura de Ramón, con sus atuendos inconfundibles. Recuerdo que su mirada de águila irreverente, a través de unos espesos cristales de aumento, regularmente sucios, recorrió una por una a todas las personas que venían despreocupadas dentro del autobús. Y de pronto, todavía de pie, en el centro de todo, y sacando un cuchillo viejo de carnicero, mandó el siguiente y aterrador mensaje: “Estoy esperando que algún cabrón de esta guagua me diga Ramón comegallo. “El primero que me diga ja, le parto el corazón en dos". Pero la gente, ya acostumbrada a semejantes personajes, siguió impasible mirando el paisaje, a través de los cristales, de aquella hermosa mañana de los años setenta.
verdadero sabor del tiempo
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